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miércoles, 30 de enero de 2013

Don Juan Tenorio. Comentario por Enrique Gómez de la Mata

Capítulo 18




DON JUAN TENORIO

    Tan honda impresión causó en si la función de anoche, que en este momento acabo de tomar un purgante.

    Al comenzar a escribir pudiera exclamar parodiando a Doña Inés:

                            ¿Ay, se me abraza la mano
                             Con que la pluma he cogido!

    Solamente habiendo visto hacer el TENORIO al inolvidable Rafael Calvo, pudieran hacerse comparaciones, aunque estas resultan siempre odiosas. Yo de mi sé decir que Calvo con ser Calvo no logró hacerse salir enfermo del teatro a la mitad de la función; y en cambio anoche al finalizar el acto cuarto tuve que retirarme a casa con un ataque de nervios grandísimo.

    Fueron muchas las impresiones.

    Primeramente, para evitar las consiguientes molestias al público dejaron para mejor ocasión la escena segunda del primer acto que dice:

                           _ Christófano, vieni quá.
                           _ ¿Excellenza!
                           _ Senti
                           _ Sento.

Etc.

    ¿Y es lástima, porque el hostelero debería haber hablado siempre en italiano! Precisamente para eso, para que nadie le entendiera.

    Por más que luego Butarelli dijo muy formal al Capitán Rayos, digo, Centellas, que el forastero (Don Juan) le había hablado en italiano, cosa que no fue verdad. Es decir, como no se lo hablara al oído para que nosotros no lo oyéramos… Pero, en fin, esto es pecata minuta, como dice un caballero amigo mío.

    Los que aseguran que los brios de Don Juan van decayendo están en un error grandísimo. Si hubieran visto anoche la función ya se convencerían. Hasta ahora, en el momento aquel en que Don Juan, deseando conocer al enmascarado que le emplazaba ante Dios, fuera de sí se lanzaba sobre él. 

Todo se reducía a arrancarle el antifaz de un manotazo; pues bien, anoche no solo le arrancó el antifaz, sino que al par de éste se llevó la barba y el bigote de Don Diego.

    El efecto que esto produjo en el respetable público excuso decir a ustedes que fue arrebatador. Tanto es así, que creo que algunos van a escribir a Zorrilla pidiéndole que en vez de los versos en que exclama Don Diego:

                          ¿Villano!
                          ¡Me has puesto en la faz la mano!

Y contesta Don Juan:

                          ¡Válgame Cristo, mi padre!

Ponga estos otros:

 Don Diego.      ¡Bribón!
                         ¡Me afeitaste sin jabón!
Don Juan.        ¡Afeité en seco a mi padre!
Don Diego.       ¡Mientes, no lo fui jamás!
                          Los que afeitan como tú
                          Son hijos de Belcebú.

    También merecen citarse en la cuestión de indumentaria un magnífico sable de Guardia Municipal que sacó Don Luis Mejías y unos calcetines encarnados naturales que lucía Ciutti.

    Doña Inés muy guapa y trabajó con bastante naturalidad. Lástima que en el tercer acto apareciese puesta en capilla como un condenado a muerte. No exagero. Aquella mesa cubierta de paños negros con el crucifijo y las dos velas, y aquel cuarto tan pobre y sucio, se parecía otra cosa. Y ya diges lástima, porque Doña Inés era muy guapa y además no trabajó mal, de modo que por qué tratarla de ese modo. Así se comprende que la infeliz se dejara robar.

    Avellanada como buen sevillano salió peinado a lo flamenco, con unos tufos que  ¡Hasta allí!

    En el acto de la quinta viose Don Juan muy comprometido, pues la pólvora de la pistola estaba mojada con las lluvias de estos días y faltó el tiro, viéndose obligado a matar al Comendador de una estocada a volapié superior.

    A Don Luis lo mató de una buena recibiendo, y depués de haber llamado al cielo sin que éste le hiciera caso, y haber envainado la espada de luto, en vez de arrojarse por el balcón, se marchó muy tranquilo por una puerta lateral, con la mayor frescura.

    ¡Claro, para eso era Don Juan Tenorio! Y, además, estaba en su casa.

    Y vamos al quinto acto. El cementerio. El Comendador y Don Luis en calzoncillos blancos, y los rostros llenos de harina, como boquerones que se van a freír.

    La estatua de Doña Inés, que más que estatua de una mujer parecía un borrego merino.

    Un farol muy feo. Un manojo de llaves mohosas y el Escultor.

    Más tarde, Tenorio vestido de luto, luciendo, para mayor escarnio de sus victimas, los calzones negros que había sacado en tiempos su suegro, o sea el Comendador.

    Y después del delirio de Don Juan, ya no pude resistir más tan continuadas emociones, y me lancé a la calle como un loco, a buscar a Doña Ana de Pantoja, o a Lucia, o a Don Diego a ver si le había crecido la barba…

    Esta mañana he sabido, al encontrarme en mi cama, que un guardia municipal me había traído a mi casa esta madrugada, pues me encontró en mitad de la calle llamando a gritos a Doña Inés.

                                          Enrique Gómez de la Mata. 2 de noviembre de 1892.

NOTA. Para mayor seguridad de los actores, la Autoridad envió al Teatro fuerzas de Orden Público, Municipal y Guardia Civil.

    De otro modo ¡ni lo de Bosch en Madrid!