Capítulo 57
EL SEÑO TOMAS
(Cuento cómico. Accesit en el Certamen literario
celebrado en La Línea el día 4 de enero de 1920)
Aquello era el delirio. Mucho tiempo había
de pasar antes de que se pudiera olvidar es noche de casorio. ¡Vaya un
derroche! Corría la manzanilla como el buen humor, y el buen humor como la
manzanilla. La Rosa y el bonachón de Rafael se habían “unió aquer día pa lo
bueno y pa lo malo”, y el fausto acontecimiento, como dicen los periódicos, se había
celebrado “en ca de seña Manuela, la madrina”.
El patio, coquetón como una tobillera y
como un rosquete de Gaucin, limpio y blanco, había sido convertido en salón
para la fiesta. El ambiente, saturado de perfumes que emanaban de cientos de
tiestos y macetas con flores, invitaba a vivir.
El jaleo
era mayúsculo. Ya los mozos no podían con su alma, ni las mozas tampoco.
Ellos, de tanto empinar el codo, y ellas, de tanto reír.
La manzanilla y la alegría emborrachaban.
¡Vaya si emborrachaban!
En un rincón del patio, haciendo honor a
otra silla que con una tabla encima hacia de mesita, agobiada bajo el peso de
botellas, “cañas” y uno que otro platito de “embuchao”, quezo, chorizos y demás
“aperitivos”, se hallaban Miguel el Camisero, su mujer, dos amigas de ésta y el
señó Tomás padre de Rosarillo, la moza más juncá del barrio y de “toos” los
alredordores, que también se había dignado ir al casorio, después de haberlo
pensado mucho, que bastante orgullosilla era.
Un vejete, fuerte como una encina, enjuto y
simpático, era el señó Tomás. La cabeza era un copo de nieve, pero no pudiera
decirse que le faltara un solo cabello, aunque, eso sí, de tonto no tenía un
solo pelo. Para él no había más >Dios ni más Santa María que su Rosarillo y
su Sevilla de su alma que siempre salía a relucir en cuanto se le encaramaba la
manzanilla a la cabeza.
--¿Y hace muchos años que no ve usted a
Sevilla? –preguntó, en el curso de la conversación que sostenía el Camisero.
--¿Años? ¡Qué va a hasé años, home! El mes
pasao estuve allí. Pos… ¿no me ven ustedes lo empollecio que estoy? Usté no ha
estao en Sevilla ¿Verdad?
--No, que no he estao. ¿Es bonito aquello?
--¿Bonito? Pero, home ¡Cuidao con preguntá
si es bonita Sevilla! Miuste si será hermosa aquella bendecia tierra, que San
Pedro ha tenio que colocá en el cielo una jaúla.
--¿Una jáula? – preguntó extrañada la mujer
de Miguel.
--Si, señora, si; una jaula. Pa meté en
ella a los sevillanos, porque antes, en cuantito que veían la puerta abierta, se
escapaban otra vez pa Sevilla.
--¡Pos si que tiene usté unas saliitas,
señó Tomás! – repuso Miguel en medio de una explosión de risa que atrajo al
grupo a varios de los convidados, a los que hubo que relatar la ocurrencia del
vejete.
¡Que cante Manué!
¡Que cante, que cante!
Era Manuel un corpulento mozo, de buena
figura y rostro atrayente, pero muy “poseio”. Entre el bello sexo era bien
visto, y él lo sabía. Pero el sexo opuesto sabía perfectamente que era un bala,
que vivía del presupuesto, como se dice, y que en su frente el sudor no había
asomado más que una vez, en una juerga campestre, cuando a un toro se le puso
entre cuerno y cuerno probar si las piernas le servían para algo.
Eso, si. Cantaba como los mismisimos
ángeles del cielo. Por eso se resistía al deseo general, expresado a gritos.
Insistieron, le halagaron, y conseguido su objeto, hijo de su vanidad, accedió
la copla:
“Alambra de mis sueños, mi dulce nido.
¿Cómo quieres que el alma te
eche en olvido?
Las melancólicas notas de la bella, triste
canción, salían de su garganta con tal arte, que dijérase, en ellas iba
envuelta el alma.
El silencio era elocuentísimo.
Adiós, mi paraisote la
Alpujarra,
Mi
corazón te mando con mi guitarra.
Los ojos de Manuel hallaron en el
auditorio otros ojos que le miraban con fijeza, haciéndole sentir escalofríos:
los ojos de Rosarillo.
“No te
olvides de mi,
Del
que amas tanto”.
Y las últimas notas, brillantes, llenas de
fuego y dijérase que de dolor, ahogáronse entre demostraciones locas de
entusiasmo más vivo de la reunión.
Y viven aún en el pueblo quienes aseguran
que el único que permaneció impasible en medio del entusiasmo de aquellos
momentos fue el señó Tomás.
--¿Me quieres, Rosarillo?
--¡Tonto! ¿Por qué me preguntas lo que
tienes más que sabío?
--¡Bendita sea esa boquita que tantas
cositas buenas dice! ¡Bendita sea!
--Bueno, basta, Manué. No te pongas
empalagoso y escuchame. Hace cerca de dos horas que estas aquí y ya sabes tú
que acaban de dar las cuatro. Mi padre estará ya al caer, ysi viene y te ve
aquí nos va a da un dijusto.
--Poco había de importarme el dijusto si no
fuera porque tu iba a tené la mayor parte del regaliyo.
--Lo sé,
Manué, y por mi es que te pío que te vayas ya.
--Bueno, Rosarillo, me voy. Hasta la noche,
lucerito mio.
--Hasta la noche. Y ya sabe, Manué. Si
tardo en asomarme a la reja, es que mi padre no se a acostao toavía.
--Rosariyo… Alma mía. ¿Me dejas que me vaya
así, con este amargó tan grande en los labios?
--¡Manué!
--¡Rosariyo!
El chasquido de un beso apasionado,
brutalmente apasionado, puso fin al diálogo.
Sucedió lo que temían los que conocían a
Manue; lo que Rosarillo no podía jamás creer de su Manué; lo que el señó Tomás,
de enterarse a tiempo, quizás hubiera evitado.
Cobardemente huyó el sátiro satisfecho, muy
satisfecho.
--otra conquista más. Trabajillo me costó,
pero…
Pero entre él y sus
otras conquistas no se interpuso nunca un señó Tomás.
Habían pasado unos nueve mese. Manuel, que
se había ausentado del pueblo para cumplir con ciertos requisitos relacionados
con las quintas, hacia unos días que había vuelto. En el momento en que nos
ocupamos de él, está jugando al tute con varios “intimos” de su calaña, en la
tabernilla decimoquinta del lugar.
El mozo se acerca a Manuel y le dice que
“afuera” en la puerta, hay uno que le quiere hablá en privao.
Sale, y se encuentra cara a cara con el
señó Tomás.
--En tu busca vengo, Manué.
--Usté dirá, señó Tomás.
--Manué, hace nueve meses que tu acertaste
una letra. ¿Te acuerdas?
--¿Yo? No sé lo que me quiere usté decí,
señó Tomás.
--Pues no creas tu que te vou a hablá con
más clariá que la precisa, y porque tan sabio lo tienes como yo, o mejor que
yo, y al buen entendendor, ya sabes. Hace nueve meses, fíjate bien, Manué,
acertaste una letra. Esa letra era de mi Rosariya, ¿comprendes?, de mi hija.
Hace dos días que se ha vencío. ¿Entiendes tú? Tienes la obligación de haserla
efectiva. Como en estos menesteres tengo entendío que se dan tres días de
gracia, y como ya van dos por no haber podío yo dar contigo, te dejo hasta
mañana, pa que lo pienses bien. Yo mismo iré en busca tuya, por la noche. Si no
eres tan cobarde como canalla…
--Señó Manué (¿será Tomás, no es verdad?)
Miusté que…
--Si no eres tan cobarde como canalla y no
ties mieo de este viejo que han matao en via con tu bajeza, vendrás a las onse
a la esquina de la iglesia, aonde yo estaré esperándote. Allí mismo quiero que
me digas si has de pagar o si te atreves a protestá la letra.
La pareja de servicio encontró el cadáver,
de madrugada, a unos pasos de la entrada principal de la iglesia.
Tenia por lecho las frías baldosas de la
calle, su propia sangre por sudario, y en medio del pecho, el macabro
escapulario de una ancha faca que se hundía hasta el mango, la suerte debió ser
casi instantánea.
El sátiro no existía ya…
Pasaron dos años. Fui con unos amigos a
visitar el penal de X… Allí estaba el señó Tomás. Había envejecido veinte años.
Una pena muy grande sentí al verle. Hablamos. Todo me lo contó.
--Nadie me vio. Acudió a la cita. Como era
un cobarde, ni asertaba a defenderse siquiera. Le hundí mi faca hasta el mango
en mitad del pecho. Huí. Anduve por las calles ¡qué se yo cuanto tiempo! Volví
a mi casa, y ella misma, mi hija, mi Rosariyo, me descubrió. Ya lo sabia. Le debía
queré mucho. Estaba como loca.daba mieo verla.
--¡Tú me has matao a mi Manué! ¡Mal padre!
¡Asesino!
Oyeron sus gritos y dieron parte. Me cogieron
y no tuve fuerzas pa negá.
Entoavía me quean
siete años. ¡Siete! Como si la justicia pudiera mandá en lo que no es suyo, en
estas paeres agrietás por donde se me escapa la via…
J. H. GILL
Antonio Cruz de los Santos