Capítulo 45
ALGO PEOR QUE LA MUERTE
(cuento)
--¿Quién anda ahí?
–exclamó señó Juan al sentir que un caballo paraba a la puerta del patio, mejor
diría, corral de su casa.
--Soy yo, señó
Juan. Vengo en su busca.—respondió un hombre joven, como de veinticinco o
veintisiete años, de aspecto rudo y varonil mientras ataba la jaca a la argolla
de la puerta.
--¿Qué quieres?
--No es na del otro
mundo; quiero que cape usté un cerdo, ¿tié los avios a la mano?—
Desde su mocedad, señó Juan se había
dedicado a capar reces; tenía buena mano y su pericia le granjeó una bien
cimentada fama a muchas leguas a la redonda. En la fecha de este relato,
contaría sus buenos cincuenticinco a sesenta años, pero se conservaba recio y
no le temía ni al trabajo ni a la distancia que mediara entre su casa y el
lugar de donde requirieran sus servicios. Desconocía totalmente todo lo
relativo a la Veterinaria, las enfermedades y curas de animales, sin embargo,
se consideraba competente en esos menesteres, sobre todo en el arte de capar
cualquier bicho que el hombre hubiese sentenciado a perder sus atributos
masculinos.
--Pos, andando; ¿es
mu lejos?
--No mucho; pero es
mejor que prepare usté su jaca si no prefiere que lo lleve en la mía. Desde
luego… lejos no es, pero… tardaremos algo en llegar al sitio.
Minutos más tarde cabalgaban los dos
personajes en sendas jacas andaluzas hacia el lugar del sacrificio. Señó Juan,
parlero y curioso indagaba tratando de saber a dónde iban. Aunque conocía
bastante al mozo y era de natural confiado, se escamó un tanto al ver que éste parecía
haber enmudecido, pues desde que salió de la casa de señó Juan no pronunció una
palabra. Además, que existiese alguien capaz de hacerle daño, era cosa que no
entraba en su cabeza.
Venancio, que así se llamaba el joven, iba
silencioso como una estatua y llevaba un cigarrillo apagado en los labios. Ni
un ademán, ni un gesto descomponían la actitud estatuaria y misteriosa, de modo
que nada denunciaba sus intenciones.
--Ya hemos llegado.
--Ya era hora,
hombre. Por fin has abierto la boca; creí que te habías tragao la lengua.
Ante nuestros personajes se alzaba una
corraliza con un patio extenso bordeado por una tosca muralla de piedra seca.
La corraliza, más bien, la paridera que era su verdadero nombre entre los
pastores, que servia para guarecer el ganado al regreso de la sierra, tenia el
techo bajo y carecía de ventanuco o respiradero, por lo que reinaba en todo
momento una oscuridad que a aquellas horas del día era aun más densa. La puerta
apenas se mantenía de pie de puro vieja y rota; a pesar de ello era suficiente
para guardar el lugar ya que se apoyaba en el respeto a la propiedad ajena más
que en la reciedumbre de sus tablas. De una patada la abrió de par en par, y,
adentrándose con paso resuelto, dijo el mozo:
--Ahí lo tiene,
cápalo pronto, pero ¡pronto!
Tan pronto el viejo se hizo a la oscuridad
reinante y pudo descubrir la naturaleza del bulto que aparecía amarrado en una
especie de catre en el rincón de la paridera, lanzó un grito inarticulado, que parecía
brotado de la garganta de una fiera moribunda. Después, con la mueca del
espanto marcada en su rostro, gimió, lloró, rogó.
--¡No! ¡No! ¡por lo
que tú más quieras, Venancio, no me obligues a hacer una cosa que me
arrastraría a la sepultura! ¡No, no
puedo, no!
--No se preocupe,
viejo; esto no tiene ninguna importancia. Usté capa y se larga, y por aquí no
ha pasao na.
Lo que descubrió el aterrado viejo era un
hombre joven, amarrado a una especie de cama. Estaba amordazado y unas fuertes
ligaduras lo inmovilizaba totalmente, de modo que nada podía decir, ni siquiera
moverse. Su impotencia era absoluta. Sin embargo miraba a señó Juan con los
ojos desmesuradamente abiertos cual si tratase de descubrir un pequeño rayo de
esperanza.
--Anda, no llores;
éste es un chivato, un cobarde asqueroso que me delató a la Guardia Civil. Pero
no le ha servio de na. Ahora le ha tocao perder lo que tienen los hombres; a
ese no le sirve pa na. Con que no llores más y venga, de una vez.
--De rodillas,
llorando te lo pido, Venancio; por tu madre, que en gloria esté; por Dios, ante
el que tendremos que comparecer pa responder de nuestros actos, no me obligues
a hacer lo que no es humano ni de hombre de bien. No me fuerces a capar a un
semejante; te lo pido por estas canas que jamás se mancharon con una mala
acción…
--Bueno, está bien;
pa ti la perra gorda Te he traio pa que lo capes. Si no lo capas lo mato, con
que usté dirá.
--Pero…
--¡Elige! ¡O capa o
mato! ¡En sus manos está el asunto! ¡Y pronto, que se me acaba la paciencia!
--Venancio, por tu
madre, que te estará mirando desde el cielo…
--¡Calla de una
vez! Y no lo repito más.
Y aquella fiera sacó de su cintura una navaja
albaceteña, de esas que al verlas producen escalofríos de muerte, y esperó a
que el viejo empezase su horrible faena. Ya no era el joven bien parecido que
vimos a la puerta de señó Juan; su cara se había transfigurado, parecía una
estatua musculosa, forjada a martillazos, de semblante duro y terrible. Se
cruzó de brazos y esperó, con la navaja en la mano, dispuesto a rematar el
episodio.
El pobre viejo comprendió que no tenía
salvación; en sus manos estaba o capar o matar a aquel infeliz que presenciaba,
con el dolor más grande que imaginarse pueda retratado en sus ojos, el feroz
destino a que le condenaba aquel mozo sin entrañas.
Puesto que no había otra alternativa, señó
Juan, con los ojos inundados de lágrimas actuó como un sonámbulo. Sacó la
navaja de operar, la aguja y el hilo, y…¡nada más, Señor! Vacilando cual un
borracho se dirigió al hombre maniatado que, aterrorizado había asistido, con
pleno conocimiento, a la escena que determinaría su destino en la vida;
seguidamente se desmayó, y el viejo, enceguecido por las lágrimas pudo realizar
la última castración de su vida.
No se oía ni el vuelo de una mosca, reinaba
un silencio absoluto. Cuando señó Juan levantó la cabeza para mirar a Venancio,
vio que estaba solo con la víctima. El mozo hacia rato que se había marchado
con la satisfacción de la venganza retratada en su corazón de fiera.
Antonio
Cruz.