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lunes, 4 de marzo de 2013

Algo peor que la muerte. Cuento por Antonio Cruz

Capítulo 45





ALGO PEOR QUE LA MUERTE
(cuento)

--¿Quién anda ahí? –exclamó señó Juan al sentir que un caballo paraba a la puerta del patio, mejor diría, corral de su casa.

--Soy yo, señó Juan. Vengo en su busca.—respondió un hombre joven, como de veinticinco o veintisiete años, de aspecto rudo y varonil mientras ataba la jaca a la argolla de la puerta.

--¿Qué quieres?

--No es na del otro mundo; quiero que cape usté un cerdo, ¿tié los avios a la mano?—
    Desde su mocedad, señó Juan se había dedicado a capar reces; tenía buena mano y su pericia le granjeó una bien cimentada fama a muchas leguas a la redonda. En la fecha de este relato, contaría sus buenos cincuenticinco a sesenta años, pero se conservaba recio y no le temía ni al trabajo ni a la distancia que mediara entre su casa y el lugar de donde requirieran sus servicios. Desconocía totalmente todo lo relativo a la Veterinaria, las enfermedades y curas de animales, sin embargo, se consideraba competente en esos menesteres, sobre todo en el arte de capar cualquier bicho que el hombre hubiese sentenciado a perder sus atributos masculinos.

--Pos, andando; ¿es mu lejos?

--No mucho; pero es mejor que prepare usté su jaca si no prefiere que lo lleve en la mía. Desde luego… lejos no es, pero… tardaremos algo en llegar al sitio.

    Minutos más tarde cabalgaban los dos personajes en sendas jacas andaluzas hacia el lugar del sacrificio. Señó Juan, parlero y curioso indagaba tratando de saber a dónde iban. Aunque conocía bastante al mozo y era de natural confiado, se escamó un tanto al ver que éste parecía haber enmudecido, pues desde que salió de la casa de señó Juan no pronunció una palabra. Además, que existiese alguien capaz de hacerle daño, era cosa que no entraba en su cabeza.

    Venancio, que así se llamaba el joven, iba silencioso como una estatua y llevaba un cigarrillo apagado en los labios. Ni un ademán, ni un gesto descomponían la actitud estatuaria y misteriosa, de modo que nada denunciaba sus intenciones.

--Ya hemos llegado.

--Ya era hora, hombre. Por fin has abierto la boca; creí que te habías tragao la lengua.

    Ante nuestros personajes se alzaba una corraliza con un patio extenso bordeado por una tosca muralla de piedra seca. La corraliza, más bien, la paridera que era su verdadero nombre entre los pastores, que servia para guarecer el ganado al regreso de la sierra, tenia el techo bajo y carecía de ventanuco o respiradero, por lo que reinaba en todo momento una oscuridad que a aquellas horas del día era aun más densa. La puerta apenas se mantenía de pie de puro vieja y rota; a pesar de ello era suficiente para guardar el lugar ya que se apoyaba en el respeto a la propiedad ajena más que en la reciedumbre de sus tablas. De una patada la abrió de par en par, y, adentrándose con paso resuelto, dijo el mozo:

--Ahí lo tiene, cápalo pronto, pero ¡pronto!

    Tan pronto el viejo se hizo a la oscuridad reinante y pudo descubrir la naturaleza del bulto que aparecía amarrado en una especie de catre en el rincón de la paridera, lanzó un grito inarticulado, que parecía brotado de la garganta de una fiera moribunda. Después, con la mueca del espanto marcada en su rostro, gimió, lloró, rogó.

--¡No! ¡No! ¡por lo que tú más quieras, Venancio, no me obligues a hacer una cosa que me arrastraría a la sepultura!  ¡No, no puedo, no!

--No se preocupe, viejo; esto no tiene ninguna importancia. Usté capa y se larga, y por aquí no ha pasao na.

    Lo que descubrió el aterrado viejo era un hombre joven, amarrado a una especie de cama. Estaba amordazado y unas fuertes ligaduras lo inmovilizaba totalmente, de modo que nada podía decir, ni siquiera moverse. Su impotencia era absoluta. Sin embargo miraba a señó Juan con los ojos desmesuradamente abiertos cual si tratase de descubrir un pequeño rayo de esperanza.

--Anda, no llores; éste es un chivato, un cobarde asqueroso que me delató a la Guardia Civil. Pero no le ha servio de na. Ahora le ha tocao perder lo que tienen los hombres; a ese no le sirve pa na. Con que no llores más y venga, de una vez.

--De rodillas, llorando te lo pido, Venancio; por tu madre, que en gloria esté; por Dios, ante el que tendremos que comparecer pa responder de nuestros actos, no me obligues a hacer lo que no es humano ni de hombre de bien. No me fuerces a capar a un semejante; te lo pido por estas canas que jamás se mancharon con una mala acción…

--Bueno, está bien; pa ti la perra gorda Te he traio pa que lo capes. Si no lo capas lo mato, con que usté dirá.

--Pero…

--¡Elige! ¡O capa o mato! ¡En sus manos está el asunto! ¡Y pronto, que se me acaba la paciencia!

--Venancio, por tu madre, que te estará mirando desde el cielo…

--¡Calla de una vez! Y no lo repito más.

    Y aquella fiera sacó de su cintura una navaja albaceteña, de esas que al verlas producen escalofríos de muerte, y esperó a que el viejo empezase su horrible faena. Ya no era el joven bien parecido que vimos a la puerta de señó Juan; su cara se había transfigurado, parecía una estatua musculosa, forjada a martillazos, de semblante duro y terrible. Se cruzó de brazos y esperó, con la navaja en la mano, dispuesto a rematar el episodio.
    El pobre viejo comprendió que no tenía salvación; en sus manos estaba o capar o matar a aquel infeliz que presenciaba, con el dolor más grande que imaginarse pueda retratado en sus ojos, el feroz destino a que le condenaba aquel mozo sin entrañas.

    Puesto que no había otra alternativa, señó Juan, con los ojos inundados de lágrimas actuó como un sonámbulo. Sacó la navaja de operar, la aguja y el hilo, y…¡nada más, Señor! Vacilando cual un borracho se dirigió al hombre maniatado que, aterrorizado había asistido, con pleno conocimiento, a la escena que determinaría su destino en la vida; seguidamente se desmayó, y el viejo, enceguecido por las lágrimas pudo realizar la última castración de su vida.

    No se oía ni el vuelo de una mosca, reinaba un silencio absoluto. Cuando señó Juan levantó la cabeza para mirar a Venancio, vio que estaba solo con la víctima. El mozo hacia rato que se había marchado con la satisfacción de la venganza retratada en su corazón de fiera.
                    


                                     Antonio Cruz.