Capítulo 46
COSAS DE MATONES
(Tal como me lo contaron)
La
Línea crecía en habitantes y edificios al ritmo de los trabajos de
Gibraltar. Calles, comercios, industrias, establecimientos de todas clases aparecían
sin interrupción como el oleaje del pleamar. Y lo que más abundaban eran las
tabernas y cafés que, por la mañana abarrotaban los obreros que marchaban a la
vecina plaza, y por las tardes y noches, las mesas de juego y las tertulias
retenían otra suerte de gente que hacían del establecimiento una especie de
camino popular.
Existía allá por los tiempos de este relato
un café en la calle Real, esquina a la
de Ramón y Cajal, exactamente en lo que actualmente ocupa el Banco Hispano
Americano. No recuerdo si entonces el establecimiento se denominaba el Blanco y Negro, o el A B C con cuyo nombre pisó los años
primeros de la segunda mitad del presente siglo. Lo que si quiero recordar es
que el propietario se llamaba Diego
Manga.
En una ocasión, llegó a La Línea un matón baratero procedente de Málaga. Vino atraído por
el olor del dinero fácil ganado con muchos sudores, y que muchos insensatos se
dejaban, noche tras noches, en las timbas que tanto abundaban. Creo que el
matón de marra se llamaba Morales.
Su olfato le llevó hasta el café de
Manga. Reconoció al terreno y se mantuvo observante en silencio todo el
tiempo que necesitó para hacerse cargo de la situación. Y cuando lo creyó
oportuno, gritó: --“Ya pueden ir echando en este pañuelo to el parné que tengan. Pero
que no intente nadie escurrirse que aquí mismo lo jinco” -- Y al mismo
tiempo que decía su “pregón” con
calma y muy sereno, puso un pañuelo de los llamados de hierba, muy sucio por
cierto, sobre la mesa de billar. Se recostó de espalda sobre el mostrador
enseñando lo que el angelito traía en la cintura: una pistola del doce, de dos
cañones y balas de pistón, y una navaja albaceteña que, hasta en manos de un
santo cortaba el resuello al más pintado.
Al pronto se hizo un silencio profundo;
nadie chistaba, y todos los parroquianos, blancos como la pared, reflejaban en
sus semblantes el miedo, la sorpresa y la rabia, pero nadie habló ni siquiera
para protestar. Acobardados desfilaron ante el pañuelo, unos depositando dos o
tres pesetas que tenían por único capital, otros, los más beneficiados en el
juego, cinco o seis duros; hubo quienes no tenían ni un céntimo y se limitaban
a sacarse los forros de los bolsillos en señal indiscutible de que poseían
menos dinero que un bañista desnudo; y no faltó quien, a falta de otra cosa,
depositó el reloj de bolsillo o el anillo de casamiento. Solo uno, con cara
llorona expuso que no tenía absolutamente nada que dar, y era verdad, se
trataba de un asiduo mirón que desconocía al rey por la moneda.
--Y que nadie sarga daquí hasta que yo
avise, ¿estamos? --. Dijo entre risueño y campechano mientras aceptaba
la cobarde sumisión de los atemorizados infelices que, poco a poco, sin prisas,
enriquecían el pañuelo.
Un chaval que presenció la escena y en el
que nadie puso atención se escurrió del café y corrió a avisar a Calvente, el matón del lugar. Sabido es
que ningún matón tolera que otra de su calaña le pise el terreno que considera
suyo, y suelen hacer del asunto un caso de honor consistente en espantar el
inoportuno que se mete en berenjenal ajeno.
El tal Calvente
era un hombre tranquilo, él no se tenía por matón, sino por hombre de mala
suerte., bravo entre los bravos, pero más habilidoso que los que tuvieron la
desgracia de tenerlo por enemigo. Tenía el hablar reposado y la acción lenta,
como si nunca tuviese prisa. Según decían los que lo habían tratado, jamás hizo
daño a ninguno que no tuviese malas intenciones y peores hechos. El se decía
ser contrabandista, y tenía dos muertes a su cargo, según él, en buena lid. No
le temía a nadie, ya fueran Guardias
Civiles o Carabineros, con los
que tuvo varios encuentros serios que, a la postre, le dieron gran fama de “hombre
de pelo en pecho”. Los que lo conocieron bien, decían que era una buena
persona influido por una mala estrella; que era amigo de proteger al débil y de castigar al fuerte. Donde se
estuviese cometiendo un atropello o una injusticia, allí aparecía Calvente para desfacer el entuerto y
meterle el resuello para dentro al causante del daño, sin importarle un comino
que éste fuese un simple particular o una autoridad.
Llegó Calvente
al callejón lateral, y, muy tranquilo amarró
la jaca a la argolla de la pared. Entró en el establecimiento con andar
cadencioso, se acercó al matón y, sin mediar palabras, lo cogió por la solapa
de la chaqueta, lo zamarreó como a un pelele de rostro blanco y ojos aterrados
por la sorpresa, mientras que con la mano libre le dio dos guantazos de “vaivén” al tiempo que le decía: --
Y ahora pon ahí encima la navaja y la pistola, que esas cosas a ti no te
sirven.—
Obedeció el malagueño como un autómata
desbridado. No dijo esta boca es mía, ni tuvo acción sino para hacer lo que se
le mandaba.
--¡Y, hala, de naja! ¡Que no te vea por
aquí! A La Línea no tienes tú por qué venir, ¿entiendes? Si alguna vez me
enterara que has vuelto te buscaría y … ¡no lo olvides, so cobarde, matón
ventajista!--.
Sin dejar de zamarrearlo lo sacó a la calle
por la puerta lateral, y allí le dio una patada que lo tiró de boca sobre el
adoquinado.
--¡Hala, de aquí! ¡No te olvides de mi
encargo!
Huyó el forastero; huyó de forma que no se
le ha vuelto a ver el pelo por estos lugares, según el decir de la gente.
Calvente
regresó al café como si nada hubiera ocurrido.
--Recoged eso; cada uno lo suyo, que nadie
toque la pistola y la navaja que son para mi.
-- Hombre, Calvente;
has tenido buena oportunidad – Dijo el dueño del café dándole tortasito
cariñosos. – Nos cogió de sorpresa, y, ya sabes tú lo que son estas cosas,
nadie quiere comprometerse con un tío malage…
--
Parece mentira que con tanta gente no hubiese uno que le hiciese cara.
--
Tienes toda la razón, pero debes comprender que, enfrentarse con un gachó de
esos…
-- Pero,
hombre, el fulano es un gallina, ¿no has visto que era un cobarde?¡Si eso no
vale ná, hombre! ¡Si no vale ná!
Allí terminó el episodio; no hubo “desaborición” ni el caso pasó a
mayores, y es que hay por el mundo muchos “Jaques
de ajedrez”.
Antonio Cruz de los Santos.