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domingo, 24 de marzo de 2013

"El Señó Tomás", Cuento en prosa de J.H. Gill

Capítulo 57



EL SEÑO TOMAS



(Cuento cómico. Accesit en el Certamen literario celebrado en La Línea el día 4 de enero de 1920)

    Aquello era el delirio. Mucho tiempo había de pasar antes de que se pudiera olvidar es noche de casorio. ¡Vaya un derroche! Corría la manzanilla como el buen humor, y el buen humor como la manzanilla. La Rosa y el bonachón de Rafael se habían “unió aquer día pa lo bueno y pa lo malo”, y el fausto acontecimiento, como dicen los periódicos, se había celebrado “en ca de seña Manuela, la madrina”.

    El patio, coquetón como una tobillera y como un rosquete de Gaucin, limpio y blanco, había sido convertido en salón para la fiesta. El ambiente, saturado de perfumes que emanaban de cientos de tiestos y macetas con flores, invitaba a vivir.

    El jaleo  era mayúsculo. Ya los mozos no podían con su alma, ni las mozas tampoco. Ellos, de tanto empinar el codo, y ellas, de tanto reír.

    La manzanilla y la alegría emborrachaban. ¡Vaya si emborrachaban!



    En un rincón del patio, haciendo honor a otra silla que con una tabla encima hacia de mesita, agobiada bajo el peso de botellas, “cañas” y uno que otro platito de “embuchao”, quezo, chorizos y demás “aperitivos”, se hallaban Miguel el Camisero, su mujer, dos amigas de ésta y el señó Tomás padre de Rosarillo, la moza más juncá del barrio y de “toos” los alredordores, que también se había dignado ir al casorio, después de haberlo pensado mucho, que bastante orgullosilla era.

    Un vejete, fuerte como una encina, enjuto y simpático, era el señó Tomás. La cabeza era un copo de nieve, pero no pudiera decirse que le faltara un solo cabello, aunque, eso sí, de tonto no tenía un solo pelo. Para él no había más >Dios ni más Santa María que su Rosarillo y su Sevilla de su alma que siempre salía a relucir en cuanto se le encaramaba la manzanilla a la cabeza.

    --¿Y hace muchos años que no ve usted a Sevilla? –preguntó, en el curso de la conversación que sostenía el Camisero.

    --¿Años? ¡Qué va a hasé años, home! El mes pasao estuve allí. Pos… ¿no me ven ustedes lo empollecio que estoy? Usté no ha estao en Sevilla ¿Verdad?

    --No, que no he estao. ¿Es bonito aquello?

    --¿Bonito? Pero, home ¡Cuidao con preguntá si es bonita Sevilla! Miuste si será hermosa aquella bendecia tierra, que San Pedro ha tenio que colocá en el cielo una jaúla.

    --¿Una jáula? – preguntó extrañada la mujer de Miguel.

    --Si, señora, si; una jaula. Pa meté en ella a los sevillanos, porque antes, en cuantito que veían la puerta abierta, se escapaban otra vez pa Sevilla.

    --¡Pos si que tiene usté unas saliitas, señó Tomás! – repuso Miguel en medio de una explosión de risa que atrajo al grupo a varios de los convidados, a los que hubo que relatar la ocurrencia del vejete.



    ¡Que cante Manué!

    ¡Que cante, que cante!

    Era Manuel un corpulento mozo, de buena figura y rostro atrayente, pero muy “poseio”. Entre el bello sexo era bien visto, y él lo sabía. Pero el sexo opuesto sabía perfectamente que era un bala, que vivía del presupuesto, como se dice, y que en su frente el sudor no había asomado más que una vez, en una juerga campestre, cuando a un toro se le puso entre cuerno y cuerno probar si las piernas le servían para algo.

    Eso, si. Cantaba como los mismisimos ángeles del cielo. Por eso se resistía al deseo general, expresado a gritos. Insistieron, le halagaron, y conseguido su objeto, hijo de su vanidad, accedió la copla:

                                        “Alambra de mis sueños, mi dulce nido.
                                          ¿Cómo quieres que el alma te eche en olvido?

    Las melancólicas notas de la bella, triste canción, salían de su garganta con tal arte, que dijérase, en ellas iba envuelta el alma.

    El silencio era elocuentísimo.

                                         Adiós, mi paraisote la Alpujarra,
                                          Mi corazón te mando con mi guitarra.

     Los ojos de Manuel hallaron en el auditorio otros ojos que le miraban con fijeza, haciéndole sentir escalofríos: los ojos de Rosarillo.

                                         “No te olvides de mi,
                                          Del que amas tanto”.

    Y las últimas notas, brillantes, llenas de fuego y dijérase que de dolor, ahogáronse entre demostraciones locas de entusiasmo más vivo de la reunión.

    Y viven aún en el pueblo quienes aseguran que el único que permaneció impasible en medio del entusiasmo de aquellos momentos fue el señó Tomás.



    --¿Me quieres, Rosarillo?

    --¡Tonto! ¿Por qué me preguntas lo que tienes más que sabío?

    --¡Bendita sea esa boquita que tantas cositas buenas dice! ¡Bendita sea!

    --Bueno, basta, Manué. No te pongas empalagoso y escuchame. Hace cerca de dos horas que estas aquí y ya sabes tú que acaban de dar las cuatro. Mi padre estará ya al caer, ysi viene y te ve aquí nos va a da un dijusto.

    --Poco había de importarme el dijusto si no fuera porque tu iba a tené la mayor parte del regaliyo.

    --Lo sé,  Manué, y por mi es que te pío que te vayas ya.

    --Bueno, Rosarillo, me voy. Hasta la noche, lucerito mio.

    --Hasta la noche. Y ya sabe, Manué. Si tardo en asomarme a la reja, es que mi padre no se a acostao toavía.

    --Rosariyo… Alma mía. ¿Me dejas que me vaya así, con este amargó tan grande en los labios?

    --¡Manué!

    --¡Rosariyo!

    El chasquido de un beso apasionado, brutalmente apasionado, puso fin al diálogo.


    Sucedió lo que temían los que conocían a Manue; lo que Rosarillo no podía jamás creer de su Manué; lo que el señó Tomás, de enterarse a tiempo, quizás hubiera evitado.

    Cobardemente huyó el sátiro satisfecho, muy satisfecho.

    --otra conquista más. Trabajillo me costó, pero…

Pero entre él y sus otras conquistas no se interpuso nunca un señó Tomás.


    Habían pasado unos nueve mese. Manuel, que se había ausentado del pueblo para cumplir con ciertos requisitos relacionados con las quintas, hacia unos días que había vuelto. En el momento en que nos ocupamos de él, está jugando al tute con varios “intimos” de su calaña, en la tabernilla decimoquinta del lugar.

    El mozo se acerca a Manuel y le dice que “afuera” en la puerta, hay uno que le quiere hablá en privao.

    Sale, y se encuentra cara a cara con el señó Tomás.

    --En tu busca vengo, Manué.

    --Usté dirá, señó Tomás.

    --Manué, hace nueve meses que tu acertaste una letra. ¿Te acuerdas?

    --¿Yo? No sé lo que me quiere usté decí, señó Tomás.

    --Pues no creas tu que te vou a hablá con más clariá que la precisa, y porque tan sabio lo tienes como yo, o mejor que yo, y al buen entendendor, ya sabes. Hace nueve meses, fíjate bien, Manué, acertaste una letra. Esa letra era de mi Rosariya, ¿comprendes?, de mi hija. Hace dos días que se ha vencío. ¿Entiendes tú? Tienes la obligación de haserla efectiva. Como en estos menesteres tengo entendío que se dan tres días de gracia, y como ya van dos por no haber podío yo dar contigo, te dejo hasta mañana, pa que lo pienses bien. Yo mismo iré en busca tuya, por la noche. Si no eres tan cobarde como canalla…

    --Señó Manué (¿será Tomás, no es verdad?) Miusté que…

    --Si no eres tan cobarde como canalla y no ties mieo de este viejo que han matao en via con tu bajeza, vendrás a las onse a la esquina de la iglesia, aonde yo estaré esperándote. Allí mismo quiero que me digas si has de pagar o si te atreves a protestá la letra.


    La pareja de servicio encontró el cadáver, de madrugada, a unos pasos de la entrada principal de la iglesia.

    Tenia por lecho las frías baldosas de la calle, su propia sangre por sudario, y en medio del pecho, el macabro escapulario de una ancha faca que se hundía hasta el mango, la suerte debió ser casi instantánea.

    El sátiro no existía ya…


    Pasaron dos años. Fui con unos amigos a visitar el penal de X… Allí estaba el señó Tomás. Había envejecido veinte años. Una pena muy grande sentí al verle. Hablamos. Todo me lo contó.

    --Nadie me vio. Acudió a la cita. Como era un cobarde, ni asertaba a defenderse siquiera. Le hundí mi faca hasta el mango en mitad del pecho. Huí. Anduve por las calles ¡qué se yo cuanto tiempo! Volví a mi casa, y ella misma, mi hija, mi Rosariyo, me descubrió. Ya lo sabia. Le debía queré mucho. Estaba como loca.daba mieo verla.

    --¡Tú me has matao a mi Manué! ¡Mal padre! ¡Asesino!

    Oyeron sus gritos y dieron parte. Me cogieron y no tuve fuerzas pa negá.

Entoavía me quean siete años. ¡Siete! Como si la justicia pudiera mandá en lo que no es suyo, en estas paeres agrietás por donde se me escapa la via…

                              

              J. H. GILL 






 Antonio Cruz de los Santos