Capítulo 52
“LA FAENA DE DON JOSÉ VERET”
¿Quién
no recuerda a don José Veret, el Jefe de
la Guardia Municipal? ¿Quién no
ha conocido su estampa gallarda, su imponente corpulencia que el bien cuidado
uniforme hacía más soberbia? Un bigotillo de guías cenitales, de los
llamados “a lo Kaiser” contribuía a
que nuestro buen amigo tuviese aún el aspecto más respetable. En algunas
ocasiones, cuando tachonaba su enorme pecho con decoraciones y distintivos,
parecía la esfinge arrogante de Marte moderno, lo que –justo
es decirlo- puso en aprietos más de una vez a los militares forasteros con
que se tropezaba, creían haberse dado de
boca con algún General o con el mismo Ministro de la Guerra. Los soldados
ingleses que nos visitaban de uniforme le hacían saludos marcialísimos, como si
hubieran visto al Mariscal de Campo de
los Ejércitos Británicos.
Estas ocurrencias del Jefe de la Guardia
Municipal produjeron algunos sinsabores, especialmente cuando intervenía con
sus quejas o rapapolvos el Comandante
Militar de la Ciudad.
Sin embargo, por lo inofensivo y
característico, preferíamos a don José
Veret arrogante y vanidoso mejor que desvaído tras una adocenada figura.
Era algo tan nuestro, tan propio de aquellos tiempos ingenuos que todos los
linenses de plateada testa lo recordamos con cariño.
Más no todo era en nuestro personaje
fachada de relumbrón. Tenía también sus pequeñas grandes cosas privativas de su
carácter autoritario poseído del papel que representaba como Jefe de la Guardia.
En una ocasión, allá por el año 1915, justamente el 25 de julio, en una
corrida de toros, don José Veret se
ganó la ovación más grande y cordial de su vida. Los toros de aquella corrida
resultaron mansurrones muy aficionados a
saltar la barrera. En aquellos tiempos ocupaban la barrera una multitud de más
de doscientas personas. ¿A tenor de qué
gozaban de ese privilegio? Nunca lo supe, ni tampoco quienes eran, aunque
los suponía obreros especializados como carpinteros, areneros, camilleros,
periodistas, autoridades, ganaderos, ayudantes y amigos de los diestros,
apoderados, etc, es decir, un ejercito
de estorbantes.
Un
toro saltó la barrera, empitonó a uno de estos privilegiados hiriéndolo de
gravedad. El público protestó ruidosamente. Protesta que se prolongó hasta que don José Veret, en un arranque enérgico,
arremetió contra “los barreristas”
empujando a unos, inquiriendo a otros, amenazando a muchos, y, sobre todo,
coaccionando con su imponente autoridad. De esta forma despejó el callejón en
menos tiempo del que empleo en relatar el episodio.
El gesto oportuno y enérgico del digno Jefe de la Guardia Municipal fue acogido
con tales muestras de aprobación y simpatías que culminó en la mayor y más calurosa ovación que se ha dado
en la Plaza de Toros de La Línea.
En aquellos momentos inolvidables tenía don José Veret la gallarda estampa de
un Aquiles redivivo. Y tal como le vieron entonces lo recuerdan sus contemporáneos,
pese a que la llovizna de los años va borrando implacablemente de la mente los
recuerdos y emociones pasadas
A.
CRUZ.