Capítulo 53
LAS PERRAS DE BARBA
Uno de los episodios que más ampliamente
caló en el ánimo de los linenses fue el vulgar acontecimiento que todos
recordamos como el de las “perras de
barba”. Durante mucho tiempo protagonizó las comidillas en todas las
tertulias, en las reuniones de cafés, casinos y tabernas, en toda clase de
mentideros, incluso entre las ingenuas comadres, hasta que por fin, terminó su
reinado en las letrillas candentes de las murgas
carnavaleras.
El suceso en sí no tuvo más importancia que
el de un engaño más de los muchos que a diario se descubren en el mundillo de
los negocios, para las musas hambrientas del pueblo le dieron un calibre mayor
del que en realidad le correspondía, y pasó a ser algo insólito, digno de
figurar en las crónicas históricas que la Clio de delantal y pantuflas pergueña
para el anecdotario popular.
En
este rincón de la Baja Andalucía, la Geografía y la Historia crearon en los
aspectos físico y político un ambiente cosmopolita en el que existían mezclados
nacionalidades, razas, sectas religiosas y todo cuanto constituye diferencia de
costumbres entre los hombres, sin que jamás, se produjese roces o problemas que
tanto abundan en otros lugares similares del planeta. Cada uno iba a lo suyo y
nada más. El signo imperante en este ambiente era el económico, porque todos
giraban en torno del trabajo y el comercio. No había otros problemas, y si los hubiera
habido serían secundarios.
Era
muy corriente ver ambulando por las calles de La Línea a negros procedentes de África,
de nariz ensortijada, o diminutos ciudadanos del Celeste Imperio, de tez
amarilla, o indostánicos de suave piel y blancos turbantes, o siberianos de
rasgos mongólicos, o australianos corpulentos. En ocasiones parecía la ciudad
como una avanzada de Babel, pero sin complicaciones de ningún estilo. Todo
dependía de la variedad y cantidad de buques extranjeros surtos en la Bahía de
Gibraltar.
Algo parecido a esta mezcla ocurría con las
monedas de uso corriente. En la vecina plaza existía entonces un número crecido
de covachuelas regentadas por judíos, comercios
de indios y Casas Bancarias particulares que efectuaban operaciones de
cambio, de compra y venta con toda clase de divisas. Y no era extraño que
circulasen a la par todas las monedas, de distintas nacionalidades, sin
discriminaciones extrínsecas. Así, por ejemplo, en un duro en calderilla
figuraban, además de las piezas españolas e inglesas en mayor proporción, otras
monedas de otros países: belgas, francesas, italianas, marroquíes, portuguesas,
etc.
Al efectuar una compra o una venta poco se
tenían en cuenta la acumulación de las monedas si en la operación la mayor
parte de las piezas eran españolas e inglesas, únicas de curso legal. Las otras
se toleraban por ser escasa la diferencia de valores entre sí.
Sin embargo, en este estado de cosas,
alguien entrevió un magnífico negocio, algo explotable en escala superior si se
organizaba en todas sus facetas.
Este alguien, según la voz popular, fue un banquero
local que al mismo tiempo representaba una firma comercial denominada “Pérez Hermanos” y mejor conocida por Pérez y Laguillo.
Al decir de las gentes, este banquero
introdujo en La Línea monedas de cobre
que compraba en los países cercanos: Portugal, Marruecos, Francia e Italia.
Mezclaba las monedas extranjeras con las españolas en los paquetes de duros de
calderilla y lo que antes fue proporción tolerante se convirtió en proporción
abusiva. Las piezas extranjeras llegaron a circular libremente con la
aceptación general de modo que aparentemente no perjudicaba ni beneficiaba a
nadie, puesto que lo mismo se compraba y vendía con toda clase de monedas. El
comercio seguía su ritmo y todo parecía ir viento en popa inflando el extraño
negocio de los Pérez Hermanos.
Más alguien se dio cuenta perfecta del
asunto, tal vez el Banco Español de créditos –único
existente en la ciudad-, o quizás algún industrial al efectuar sus pagos en
calderilla vio que le rechazaban las piezas que no eran de acuñación española,
o, ¿por qué no?, bien pudiera haber sido el alcalde de aquellos días. La
cuestión fue con sorpresa de todos, las autoridades publicaron un edicto
exigiendo que se retirase de la circulación todas las monedas que no fueran
españolas. El edicto indicaba que a fin de no perjudicar a los poseedores de
dichas monedas se las canjearían por piezas españolas únicas de curso legal.
Y lo que antes fue indiferencia en las
gentes se convirtió lenta y progresivamente en hostilidad abierta contra la
firma Pérez Hermanos, a quienes
llegaron a insultar y apedrear la tienda de la calle Aurora, esquina a la de Ángel.
La rápida intervención de los “serenos” acompañados de empleados del
Ayuntamiento provistos de sacos y talegas repletas de calderilla española que
cambiaron, a la par, por las monedas extranjeras, calmó los ánimos del público
que por momentos se hacia más peligroso. Y el fulminante de la discordia se
trocó motivos de bromas y chistes sin otra consecuencia que la de haber roto la
monotonía pueblerina. ¡Ay, si todas las cosas se resolviesen de la
misma manera!
Y así terminó el negocio de las “Perras de Barba”, en apariencia
inofensivo, pero que llevaba oculto en su seno el venenoso aguijón que tanto
daño pudo causar a nuestra economía nacional.
A.
CRUZ.