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viernes, 1 de marzo de 2013

Los Sucesos de La Línea 09 de octubre de 1902

Capítulo 43





“LOS SUCESOS DE LA LINEA”


    Desde mucho tiempo atrás, tengo el propósito de escribir un relato lo más exacto posible, del episodio conocido popularmente por “los sucesos de La Línea” para unos y “los sucesos de las Pedreras” para otros.

    Tantas veces como he iniciado este trabajo, tantas lo he tenido que abandonar, completamente descorazonado, por no haber sabido reunir los datos necesarios, fidedignos y completos.

    La desesperante carencia de información, si bien reiteradas veces me obligó a posponer la tarea hasta mejor ocasión, también contribuyó a infundirme miedo por mi osadía, por haberme encariñado con una empresa superior a mis posibilidades y a mi capacidad, aunque no a mi voluntad que, una y otra vez, con la fuerza de una obsesión, me obligaba a empezar de nuevo.

    Es muy natural que el descorazonamiento me obligase a reconsiderar las dimensiones del berenjenal en que alocadamente me había metido. Pero, ¿qué se puede hacer contra las manías de un sesentón? Ni el miedo a salir con ridículo ha sido suficiente para embotar mi pluma. Ya no hay remedio, ¡qué le vamos a hacer!

    Para conseguir la precisa información he debido molestar en los organismos oficiales que pueden, o deben tener archivados datos reales y concretos. Desgraciadamente, en esos organismos, por disposición ministerial cada veinte años destruyen papeles y documentos innecesarios. Por tanto, no pudieron atender mi petición. Por otra parte, mi cortedad característica, siempre que trato de pedir un favor en mi beneficio, me enclaustra en el caparazón de mi propia impotencia y no me deja otra alternativa que consultar los escasos medios informativos que yo mismo voy descubriendo. Hasta ahora sólo he dispuesto de algún que otro periódico viejo, coplas carnavaleras, datos tomados de “Historia de las agitaciones campesinas andaluzas” del notario de Bujalance, don Juan Díaz del Moral, y, sobre todo, referencias personales de algunos amigos míos, muy viejecitos, a los que la memoria les suele hacer jugarretas confundiendo sus recuerdos y … pare usted de contar.

    A esta falta de elementos informativos de primera clase debemos culpar que la presente crónica sobre “los sucesos de La Línea” no vaya todo lo categóricamente hilvanada como yo he deseado presentarla a la “Historia en pantuflas”, o sea a la Historia chiquita de los anales de nuestra ciudad.

    Bien, pues terminado el preámbulo justificatorio, empecemos.

    Desde los primeros años del presente siglo, y me atrevería a decir que desde los últimos del XIX, existía en el barrio de San Felipe, -también conocido por el barrio de los Portugueses-, en una de sus principales calles, justamente en la de San Felipe, una sociedad obrera denominada Centro de Oficios Varios, la cual, durante las obras del puerto de Gibraltar alcanzó un número de afiliados superior a los seis mil –según el reportaje de “Gabá” en el Heraldo de Madrid-. Cifra jamás superada por ninguna entidad social linense en ningún tiempo posterior.
    El Centro Obrero lo componían en su mayor parte obreros picapedreros. Los demás gremios –hortelanos, albañiles, carpinteros, pintores, carboneros, camareros, etc- formaban secciones minoritarias.

    El ambiente reinante en el Centro era casi igual al de todas las organizaciones obreras de España, es decir, francamente socialista, entendiendo por socialismo no el que emanaba del Partido Socialista Español que, pese a sus alternativas históricas, siempre tuvo un marcado signo moderado, sino el que se entendía por socialismo revolucionario, federal y aliancista conforme a la propaganda de republicanos federales y anarquistas. Estos dos sectores, cada cual a su manera, anunciaban el avenimiento  de la revolución social, única forma de que la clase obrera se redimiese de su secular estado de miseria social.

    Los trabajadores, ingenuos como niños grandes a fuer de ignorantes, se autodefinían con la fórmula tricefalita: “en política somos anarquistas; en economía, comunistas; y en religión, ateos”. Se hipnotizaban oyendo frases de gran efecto sicológico, como: “la tierra para el que la trabaja”, “abajo la explotación de hombre por el hombre”, “la religión es el opio que adormece a los pueblos”, “los gobernantes son los verdugos, asesinos del pueblo, al servicio del capitalismo” y muchas más de este jaez que causaban gran impacto en la conciencia de todos.

    Constantemente se formaban grupos de oyentes alrededor de un obrero que medio sabía leer y, éste les leía la prensa revolucionaria llegada del interior, incluso de Hispano-America. Cuando la prensa faltaba leían folletos y manifiestos que tenían la propiedad de mantener candente el ánimo y disponiéndolo para cualquier aventura futuro.

    Una de las virtudes  -algunos le llamen defectos- del carácter español, es el inconformismo. Gracias a esta idiosincrasia, el hombre dejó la caverna para civilizarse. Se rebeló contra el medio social de tribu y luchó por superarlo. Cuando este inconformismo se desvía de su proceso natural por falta de madurez, suele ocasionar situaciones extremistas de carácter revolucionario, máxime si las clases pudientes y gobernantes con su intransigencia las exasperan hasta el límite de lo prudente.

     Este es, al parecer, lo que la Historia social de la época nos señala. Los trabajadores, faltos del control educacional y a la par instigados por la miseria y la propaganda vieron en la revolución social la anuladora de los privilegios de clases, la niveladora de los derechos sociales y el instrumento de la libertad. De ahí a creer que por la acción subversiva sería posible conquistar el lugar a que tenia derecho en una sociedad de pueblos libres, donde no existiera la explosión capitalista, sólo dista un paso.

    Todavía estaba reciente la asonada que tiñó de sangre y luto al pueblo de Jerez, donde bandas de campesinos enardecidos por la propaganda y acicateados por la miseria, siguieron las indicaciones de grupos armados que habían llegado a la Ciudad.

Desbordados por impotencia de la autoridad, cometieron numerosos actos de violencia. Atropellaron a cuantas personas suponían responsables de la falta de trabajo y de la miseria reinante. Asaltaron domicilios particulares y oficinas municipales; saquearon tiendas de comestibles y, rotos los frenos de la responsabilidad, derramaron sangre inocente.
    Pasadas las primeras horas en este frenesí, pudieron las autoridades intervenir con dos destacamentos de fuerzas armadas, de la Guardia Civil y del Ejército que impusieron el orden.

    La reacción de estas fuerzas del orden produjo más derramamiento de sangre, y, como ocurre siempre, pagaron justos por pecadores. La desbandada de los revoltosos fue general,. Seguidamente empezaron las detenciones en masa de los que suponían comprometidos en el movimiento.

    Por último, epilogó el triste episodio revolucionario un Consejo de Guerra que dictó varias penas de muerte, gran número de condenas a cadena perpetua, y, otras muchas de menor importancia.

    La tragedia jerezana, vista a lo lejos, adornada con la hojarasca de la propaganda, enardeció aún más si cabe, las esperanzas de los trabajadores.

    En el Consejo de Guerra, las declaraciones de procesados de la talla moral de Fermín Salvoches o de Sánchez Rosa sirvieron como indicios de que la revolución seguía su marcha ascendente y que si ahora había fracasado, en otra ocasión triunfaría.

    Cartas, folletos, periódicos, manifiestos clandestinos mantenían viva la fe de aquellos infelices soñadores. La propaganda política irradiaba por todo el ámbito nacional sin dejar atrás a ningún pueblo o aldea por insignificante que fuese y, naturalmente, recaló también en nuestra ciudad, en este villorio netamente obrero de la Baja Andalucía. Varios del barrio de San Felipe.

    Una visita breve y una ojeada somera al Centro nos permitiría descubrir una modesta biblioteca formada con libros y folletos revolucionarios de filósofos, economistas, sociólogos e idealistas como Kropotkin, Carlos Malato, Miguel  Bakounin, Pedro Gori, Enrico Malatesta, Eliseo Reclús, Carlos Marx, Proudhon, Spencer, etc. Junto con otros de origen Hispano como Anselmo Lorenzo, Tárrida del Marmol, Ricardo Mella, Pi y Margall, etc. Muchos etcéteras. Además, por si aún fuera poco había la persistente llovizna de periódicos afectos a la revolución. También encontraríamos corros formados en torno a improvisados oradores locales que con su propaganda mantenían despierta las ansias redentoras de los trabajadores.

    Era también muy frecuente celebrar mítines y conferencias sin apenas motivos que los justificasen. Una simple asamblea gremial, en la que se hablaba de todo menos de intereses profesionales, igualmente se utilizaba para caldear el ambiente y verter por enésima vez en el ánimo de los concurrentes los principios que inspiraban la revolución social. La torrentera verbal electrizaba a los obreros haciéndolos peligrosos por habérseles emborrachado el alma con promesas y sueños sociales que están muy lejos de realizarse.

    Este cuadro trazado torpemente a grandes rasgos es una muestra del estado de ánimo reinante en todos los centros obreros de la Península en aquellas fechas.

    Como consecuencia, las autoridades linenses se preguntaban entonces: ¿Por qué este obrero que se porta en Gibraltar comedido y prudente, consecuente y disciplinado, una vez que llega a La Línea, al regreso de su jornada laboral, se torna díscolo, rebelde y amenazador? ¿Cuál es la razón que opera este cambio tan profundo?

    La pregunta permanece flotando sin que hasta la fecha haya sido contestada con propiedad. Tres cuarto de siglo más tarde sigue siendo una incógnita.

    De esta forma llegamos a un cierto día del mes de Octubre del año 1902, en que la Junta Directiva del Centro Obrero decidió organizar un mitin, o una asamblea general de las muchas celebradas por simples motivos gremiales o propagandísticos, para la cual se cursó el trámite necesario, es decir, se solicitó de la primera autoridad civil el permiso correspondiente.

    Por aquellos días era alcalde don Juan Bautista Fariñas, farmacéutico establecido, hombre voluntarioso y muy enamorado de su propia política municipal.

    En el difícil arte de gobernar a los pueblos, cualidades como las que poseía nuestro alcalde, aún siendo importantes, no eran suficientes para estar a la altura que exige la misión gobernativa. Es preciso prever todas las circunstancias, adelantarlas y dominarlas para superar los acontecimientos que pudieran derivar. En otras palabras, hay que ser oportuno, saber tomarle el pulso a la situación política o social sin equivocarse, porque de lo contrario, el menor error o tibieza, en un ambiente caldeado propenso a la agitación, puede producir funestos resultados.

    Y ahí fue donde se produjo el fallo. El alcalde, habiendo calibrado precipitadamente el caso, negó el permiso para la asamblea a última hora del día 9, señalado en la convocatoria. El acto habría de celebrarse en un local cerrado, en la Plaza de Toros.

    La prohibición de la primera autoridad se acogió mal, enardeció los ánimos, de suyo excitados, dando lugar a que se produjesen los más absurdos comentarios, y, al final, que triunfase con general complacencia el acuerdo de celebrar la reunión, pese a la oposición del alcalde.

    Los obreros envalentonados y decididos abandonaron el Centro dirigiéndose a un lugar de las afueras de la Villa, a un sitio descampado en donde pudieran celebrar el acto.

    Según unos informantes, este lugar elegido fue Las Pedreras; según otros, Los Columpios; no faltan los que dicen que el mitin se celebró en las canteras, al pie de Sierra Carbonera; incluso hay quienes defienden a porfía que éste tuvo lugar en el cerro de La Vieja.

    Ya no me inclino por aceptar éste o aquel lugar, pero lo cierto es que el mitin se celebró, que los oradores espontáneos se despacharon a su gusto, que los concurrentes aplaudieron y dieron vivas a la revolución social, y, al final, regresaron cantando himnos anarquistas…


                                  “… vindicación
                                    no hay que pedir,
                                    sólo la unión
                                    la podrá exigir.
                                    Levántate,
                                    pueblo leal,
                                    al fuerte grito de
                                    revolución social”…


    Al llegar a la placita de Fariñas que todavía se llamaba el huerto del Obispo y formaba parte de una extensión que con el huerto de Caracolito abarcaba desde la calle de la carretera o calle del Cuartel -de las dos formas se le denominaba-  hasta lindar con la calle de la Libertad y fachada posterior del Salón Eslava, donde posteriormente se construyó el actual edificio de la Cruz Roja.

    Según mis informantes, el alcalde, señor Fariñas vivía por aquellas inmediaciones y su casa, al paso de los asambleistas, fue objeto de una buena Pedrea con rotura de cristales, además de insultos, frases ofensivas y mueras.

    El alcalde había tomado precauciones avisando con antelación a la Guardia Civil que ocupó determinadas posiciones sin intervenir de momento. La gente pasó de largo ante los guardias, cantando sus himnos revolucionarios. De vez en cuando daban algunos vivas y volvían de nuevo a entonar las canciones. Un poco más adelante se encontró con un piquete de la guarnición militar que acudía a reforzar a la Guardia Civil. La tropa, requerida por el asustado o mal informado alcalde, llegó dispuesta a responder a la fuerza con la fuerza, a la violencia con la violencia. Y así ocurrió. A los gritos de vivas y mueras de los obreros respondieron los soldados con una descarga de fusil que yo en particular me inclino a suponer que fuera al aire. Los obreros no lo creyeron así, temieron que se hubiera disparado contra ellos. Entonces surgió la tragedia escupiendo sangre y blasfemias.

    Mis ancianos informantes no se ponen de acuerdo sobre de quién partió la agresión, si de los obreros que respondieron a los disparos apedreando a los soldados, rompiendo los cristales de las casas y oficinas municipales, o si partió de los soldados que sin ser agredidos dispararon contra la multitud, pero no al aire sino a dar. El resultado en que algunos obreros quedaron en el suelo bañados en su propia sangre para no levantarse más. Según el reportaje del Heraldo de Madrid, una de las víctimas se llamaba Ernesto Álvarez y era considerado como un obrero culto e inteligente, acérrimo defensor de la causa obrera, un militante honrado sacrificado en área de su ardiente esperanza de un mañana mejor, de una sociedad más justa y más humana.

    La gente, presa de pánico, corría en todas direcciones pasando por encima de los caídos, atropellando a los que tenía delante, saltando tapias y cercas. Otros, metiéndose de cabeza en las casas cercanas por las puertas o ventanas mal cerradas. En fin, todos corrían huyendo de los disparos que no cesaban.

    En todas partes se oían gritos, lamentos, lloros. Lo que un minuto antes fue un desfile optimista y entusiasta, de repente se había convertido, como por arte de encantamiento, en satánico frenesí, en un horrible clamor de rabia contenida teniendo el contrapunto de las maldiciones y las blasfemias.

    Era un espectáculo ciego, furioso, que germinaba en su seno el rencor y la venganza, y así quedó pespunteada con sangre y odio en el cañonazo de la Historia Linense.
    La Casa de Socorros, entonces situada en el número 22 de la calle Isabel La Católicaque era un callejón sin salida- la invadieron los que transportaban heridos y contusos. Los médicos y enfermos que acudieron al sonar los primeros disparos, desarrollaron una muy laboriosa de la que difícilmente se olvidarían.

    Pasado los primeros instantes, como eco siniestro del suceso, empezó el rosario de detenciones de militantes obreros. Las declaraciones y los informes emitidos substanciaron un proceso ruidoso que epilogó en una estela de condenas que se disolvió en los penales y cárceles de la Península. Sin embargo, el verdadero justiciero fue el tiempo que misericordioso con los de arriba y con los de abajo supo quitar oportunamente la espoleta infernal de los rencores. Y “los sucesos de La Línea” quedaron grabados en la mente popular como un acontecimiento que mejor es olvidarlo perdonando de paso a todos los directa e indirectamente responsables.

    Hubo una segunda parte que estuvo a punto de ser trágica como la primera y fue su natural consecuencia. Entre los detenidos figuró un vecino de pró, absolutamente ajeno al Centro Obrero de Oficios Varios, pero que siempre estuvo, a lo largo de su vida, al lado de los débiles, amparando y apoyando sus causas con su dinero y su periódico, del que era Director-Propietario. El tal vecino linense se llamaba don Guillermo Sánchez Cabeza y su periódico “La Crónica”.

    La política de vía estrecha, como son todas las políticas locales, lo hizo sospechoso de haber participado en la algarada y, en realidad sólo existió como materia discutible su enemistad política con don Juan Bautista Fariñas. Sánchez Cabeza pasó a la cárcel de donde hubo de salir tan pronto como el buen juicio y la razón se impusieron. No obstante, don Guillermo, a consecuencia de una agresión personal derivada de aquellos sucesos perdió un ojo. La Prensa nacional, con “Blanco y Negro” a la cabeza, realizó una campaña de simpatías hacia don Guillermo, que le permitió salir del encierro con más prestigio, si cabe, que tuviera antes de su encarcelamiento.

¿Responde este relato a la verdad objetiva? ¿Refleja lo ocurrido, o es tan sólo un somero esbozo del episodio real?

    Yo, por mi parte y lamentándolo mucho, no puedo contestar categóricamente, porque, como indico al principio de la narración, carezco de elementos informativos de absoluta confianza. Nada más tuve a mi disposición eso que se llama “tradición oral”.

    Es posible que más adelante, cuando disponga de mejores medios y haya consultado los archivos de la ciudad, que ahora no encuentro, vuelva a replantear la exposición del desgraciado episodio que con el título de “LOS SUCESOS DE LA LÍNEA” entró en la Historia de nuestra ciudad. Pero, hoy por hoy, no me es posible hacer otra cosa.

    Y, punto final…de momento.


                                                           A. Cruz.