Capítulo 43
“LOS SUCESOS DE LA LINEA”
Desde mucho tiempo atrás, tengo el
propósito de escribir un relato lo más exacto posible, del episodio conocido
popularmente por “los sucesos de La
Línea” para unos y “los sucesos de
las Pedreras” para otros.
Tantas veces como he iniciado este trabajo,
tantas lo he tenido que abandonar, completamente descorazonado, por no haber
sabido reunir los datos necesarios, fidedignos y completos.
La desesperante carencia de información, si
bien reiteradas veces me obligó a posponer la tarea hasta mejor ocasión, también
contribuyó a infundirme miedo por mi osadía, por haberme encariñado con una
empresa superior a mis posibilidades y a mi capacidad, aunque no a mi voluntad
que, una y otra vez, con la fuerza de una obsesión, me obligaba a empezar de
nuevo.
Es muy natural que el descorazonamiento me
obligase a reconsiderar las dimensiones del berenjenal en que alocadamente me
había metido. Pero, ¿qué se puede hacer contra las manías de un sesentón? Ni el
miedo a salir con ridículo ha sido suficiente para embotar mi pluma. Ya no hay
remedio, ¡qué le vamos a hacer!
Para conseguir la precisa información he
debido molestar en los organismos oficiales que pueden, o deben tener
archivados datos reales y concretos. Desgraciadamente, en esos organismos, por
disposición ministerial cada veinte años destruyen papeles y documentos
innecesarios. Por tanto, no pudieron atender mi petición. Por otra parte, mi
cortedad característica, siempre que trato de pedir un favor en mi beneficio, me
enclaustra en el caparazón de mi propia impotencia y no me deja otra
alternativa que consultar los escasos medios informativos que yo mismo voy
descubriendo. Hasta ahora sólo he dispuesto de algún que otro periódico viejo, coplas carnavaleras, datos
tomados de “Historia de las agitaciones campesinas andaluzas” del notario
de Bujalance, don Juan Díaz del Moral,
y, sobre todo, referencias personales de algunos amigos míos, muy viejecitos, a
los que la memoria les suele hacer jugarretas confundiendo sus recuerdos y …
pare usted de contar.
A esta falta de elementos informativos de
primera clase debemos culpar que la presente crónica sobre “los sucesos de La Línea” no vaya todo lo categóricamente hilvanada
como yo he deseado presentarla a la “Historia
en pantuflas”, o sea a la Historia
chiquita de los anales de nuestra ciudad.
Bien, pues terminado el preámbulo
justificatorio, empecemos.
Desde los primeros años del presente siglo,
y me atrevería a decir que desde los últimos del XIX, existía en el barrio de San Felipe, -también conocido por el barrio de los
Portugueses-, en una de sus principales calles, justamente en la de San Felipe, una sociedad obrera
denominada Centro de Oficios Varios,
la cual, durante las obras del puerto de Gibraltar
alcanzó un número de afiliados superior a los seis mil –según el reportaje de “Gabá” en el Heraldo de Madrid-. Cifra jamás superada por ninguna entidad social
linense en ningún tiempo posterior.
El Centro
Obrero lo componían en su mayor parte obreros picapedreros. Los demás
gremios –hortelanos, albañiles, carpinteros, pintores, carboneros, camareros, etc-
formaban secciones minoritarias.
El ambiente reinante en el Centro era casi
igual al de todas las organizaciones obreras de España, es decir, francamente
socialista, entendiendo por socialismo no el que emanaba del Partido Socialista Español que, pese a
sus alternativas históricas, siempre tuvo un marcado signo moderado, sino el
que se entendía por socialismo revolucionario, federal y aliancista conforme a
la propaganda de republicanos federales y anarquistas. Estos dos sectores, cada
cual a su manera, anunciaban el avenimiento
de la revolución social, única forma de que la clase obrera se redimiese
de su secular estado de miseria social.
Los trabajadores, ingenuos como niños
grandes a fuer de ignorantes, se autodefinían con la fórmula tricefalita: “en política somos anarquistas; en economía,
comunistas; y en religión, ateos”. Se hipnotizaban oyendo frases de gran
efecto sicológico, como: “la tierra para
el que la trabaja”, “abajo la
explotación de hombre por el hombre”, “la religión es el opio que adormece a
los pueblos”, “los gobernantes son los verdugos, asesinos del pueblo, al
servicio del capitalismo” y muchas más de este jaez que causaban gran impacto
en la conciencia de todos.
Constantemente se formaban grupos de
oyentes alrededor de un obrero que medio sabía leer y, éste les leía la prensa
revolucionaria llegada del interior, incluso de Hispano-America. Cuando la
prensa faltaba leían folletos y manifiestos que tenían la propiedad de mantener
candente el ánimo y disponiéndolo para cualquier aventura futuro.
Una de las virtudes -algunos
le llamen defectos- del carácter español, es el inconformismo. Gracias a
esta idiosincrasia, el hombre dejó la caverna para civilizarse. Se rebeló
contra el medio social de tribu y luchó por superarlo. Cuando este
inconformismo se desvía de su proceso natural por falta de madurez, suele
ocasionar situaciones extremistas de carácter revolucionario, máxime si las
clases pudientes y gobernantes con su intransigencia las exasperan hasta el
límite de lo prudente.
Este es, al parecer, lo que la Historia
social de la época nos señala. Los trabajadores, faltos del control educacional
y a la par instigados por la miseria y la propaganda vieron en la revolución
social la anuladora de los privilegios de clases, la niveladora de los derechos
sociales y el instrumento de la libertad. De ahí a creer que por la acción
subversiva sería posible conquistar el lugar a que tenia derecho en una
sociedad de pueblos libres, donde no existiera la explosión capitalista, sólo
dista un paso.
Todavía estaba reciente la asonada que tiñó
de sangre y luto al pueblo de Jerez, donde bandas de campesinos enardecidos por
la propaganda y acicateados por la miseria, siguieron las indicaciones de
grupos armados que habían llegado a la Ciudad.
Desbordados por
impotencia de la autoridad, cometieron numerosos actos de violencia.
Atropellaron a cuantas personas suponían responsables de la falta de trabajo y
de la miseria reinante. Asaltaron domicilios particulares y oficinas
municipales; saquearon tiendas de comestibles y, rotos los frenos de la
responsabilidad, derramaron sangre inocente.
Pasadas las primeras horas en este frenesí,
pudieron las autoridades intervenir con dos destacamentos de fuerzas armadas,
de la Guardia Civil y del Ejército que impusieron el orden.
La reacción de estas fuerzas del orden
produjo más derramamiento de sangre, y, como ocurre siempre, pagaron justos por
pecadores. La desbandada de los revoltosos fue general,. Seguidamente empezaron
las detenciones en masa de los que suponían comprometidos en el movimiento.
Por último, epilogó el triste episodio
revolucionario un Consejo de Guerra que dictó varias penas de muerte, gran
número de condenas a cadena perpetua, y, otras muchas de menor importancia.
La tragedia jerezana, vista a lo lejos,
adornada con la hojarasca de la propaganda, enardeció aún más si cabe, las
esperanzas de los trabajadores.
En el Consejo de Guerra, las declaraciones
de procesados de la talla moral de Fermín
Salvoches o de Sánchez Rosa sirvieron como indicios de que la revolución
seguía su marcha ascendente y que si ahora había fracasado, en otra ocasión
triunfaría.
Cartas, folletos, periódicos, manifiestos
clandestinos mantenían viva la fe de aquellos infelices soñadores. La
propaganda política irradiaba por todo el ámbito nacional sin dejar atrás a ningún
pueblo o aldea por insignificante que fuese y, naturalmente, recaló también en
nuestra ciudad, en este villorio netamente obrero de la Baja Andalucía. Varios del barrio de San Felipe.
Una visita breve y una ojeada somera al
Centro nos permitiría descubrir una modesta biblioteca formada con libros y
folletos revolucionarios de filósofos, economistas, sociólogos e idealistas
como Kropotkin, Carlos Malato, Miguel Bakounin, Pedro Gori, Enrico Malatesta, Eliseo
Reclús, Carlos Marx, Proudhon, Spencer, etc. Junto con otros de origen Hispano
como Anselmo Lorenzo, Tárrida del Marmol, Ricardo Mella, Pi y Margall, etc.
Muchos etcéteras. Además, por si aún fuera poco había la persistente llovizna
de periódicos afectos a la revolución. También encontraríamos corros formados
en torno a improvisados oradores locales que con su propaganda mantenían
despierta las ansias redentoras de los trabajadores.
Era también muy frecuente celebrar mítines
y conferencias sin apenas motivos que los justificasen. Una simple asamblea
gremial, en la que se hablaba de todo menos de intereses profesionales,
igualmente se utilizaba para caldear el ambiente y verter por enésima vez en el
ánimo de los concurrentes los principios que inspiraban la revolución social.
La torrentera verbal electrizaba a los obreros haciéndolos peligrosos por
habérseles emborrachado el alma con promesas y sueños sociales que están muy
lejos de realizarse.
Este cuadro trazado torpemente a grandes
rasgos es una muestra del estado de ánimo reinante en todos los centros obreros
de la Península en aquellas fechas.
Como consecuencia, las autoridades linenses
se preguntaban entonces: ¿Por qué este
obrero que se porta en Gibraltar comedido y prudente, consecuente y
disciplinado, una vez que llega a La Línea, al regreso de su jornada laboral,
se torna díscolo, rebelde y amenazador? ¿Cuál es la razón que opera este cambio
tan profundo?
La pregunta permanece flotando sin que
hasta la fecha haya sido contestada con propiedad. Tres cuarto de siglo más
tarde sigue siendo una incógnita.
De esta forma llegamos a un cierto día del
mes de Octubre del año 1902, en que
la Junta Directiva del Centro Obrero
decidió organizar un mitin, o una asamblea general de las muchas celebradas por
simples motivos gremiales o propagandísticos, para la cual se cursó el trámite
necesario, es decir, se solicitó de la primera autoridad civil el permiso
correspondiente.
Por aquellos días era alcalde don Juan Bautista Fariñas, farmacéutico
establecido, hombre voluntarioso y muy enamorado de su propia política
municipal.
En el difícil arte de gobernar a los
pueblos, cualidades como las que poseía nuestro alcalde, aún siendo
importantes, no eran suficientes para estar a la altura que exige la misión
gobernativa. Es preciso prever todas las circunstancias, adelantarlas y
dominarlas para superar los acontecimientos que pudieran derivar. En otras
palabras, hay que ser oportuno, saber tomarle el pulso a la situación política
o social sin equivocarse, porque de lo contrario, el menor error o tibieza, en
un ambiente caldeado propenso a la agitación, puede producir funestos
resultados.
Y ahí fue donde se produjo el fallo. El
alcalde, habiendo calibrado precipitadamente el caso, negó el permiso para la
asamblea a última hora del día 9,
señalado en la convocatoria. El acto
habría de celebrarse en un local cerrado, en la Plaza de Toros.
La prohibición de la primera autoridad se
acogió mal, enardeció los ánimos, de suyo excitados, dando lugar a que se produjesen
los más absurdos comentarios, y, al final, que triunfase con general
complacencia el acuerdo de celebrar la reunión, pese a la oposición del
alcalde.
Los obreros envalentonados y decididos
abandonaron el Centro dirigiéndose a un lugar de las afueras de la Villa, a un
sitio descampado en donde pudieran celebrar el acto.
Según unos informantes, este lugar elegido
fue Las Pedreras; según otros, Los Columpios; no faltan los que dicen
que el mitin se celebró en las canteras,
al pie de Sierra Carbonera; incluso hay quienes defienden a porfía que éste
tuvo lugar en el cerro de La Vieja.
Ya no me inclino por aceptar éste o aquel
lugar, pero lo cierto es que el mitin se celebró, que los oradores espontáneos
se despacharon a su gusto, que los concurrentes aplaudieron y dieron vivas a la
revolución social, y, al final, regresaron cantando himnos anarquistas…
“…
vindicación
no hay que
pedir,
sólo la
unión
la podrá
exigir.
Levántate,
pueblo
leal,
al fuerte
grito de
revolución
social”…
Al llegar a la placita de Fariñas que todavía se llamaba el huerto del Obispo y formaba parte de una extensión que con el huerto de Caracolito abarcaba desde la calle de la carretera o calle del
Cuartel -de las dos formas se le denominaba- hasta lindar con la calle de la Libertad y fachada posterior del Salón Eslava, donde posteriormente se construyó el actual edificio de la Cruz Roja.
Según mis informantes, el alcalde, señor Fariñas vivía por aquellas
inmediaciones y su casa, al paso de los asambleistas, fue objeto de una buena
Pedrea con rotura de cristales, además de insultos, frases ofensivas y mueras.
El alcalde había tomado precauciones
avisando con antelación a la Guardia Civil que ocupó determinadas posiciones
sin intervenir de momento. La gente pasó de largo ante los guardias, cantando
sus himnos revolucionarios. De vez en cuando daban algunos vivas y volvían de
nuevo a entonar las canciones. Un poco más adelante se encontró con un piquete
de la guarnición militar que acudía a reforzar a la Guardia Civil. La tropa,
requerida por el asustado o mal informado alcalde, llegó dispuesta a responder
a la fuerza con la fuerza, a la violencia con la violencia. Y así ocurrió. A
los gritos de vivas y mueras de los obreros respondieron los soldados con una
descarga de fusil que yo en particular me inclino a suponer que fuera al aire.
Los obreros no lo creyeron así, temieron que se hubiera disparado contra ellos.
Entonces surgió la tragedia escupiendo sangre y blasfemias.
Mis ancianos informantes no se ponen de
acuerdo sobre de quién partió la agresión, si de los obreros que respondieron a
los disparos apedreando a los soldados, rompiendo los cristales de las casas y
oficinas municipales, o si partió de los soldados que sin ser agredidos
dispararon contra la multitud, pero no al aire sino a dar. El resultado en que
algunos obreros quedaron en el suelo bañados en su propia sangre para no
levantarse más. Según el reportaje del Heraldo
de Madrid, una de las víctimas se llamaba Ernesto Álvarez y era considerado como un obrero culto e
inteligente, acérrimo defensor de la causa obrera, un militante honrado
sacrificado en área de su ardiente esperanza de un mañana mejor, de una
sociedad más justa y más humana.
La gente, presa de pánico, corría en todas
direcciones pasando por encima de los caídos, atropellando a los que tenía
delante, saltando tapias y cercas. Otros, metiéndose de cabeza en las casas
cercanas por las puertas o ventanas mal cerradas. En fin, todos corrían huyendo
de los disparos que no cesaban.
En todas partes se oían gritos, lamentos,
lloros. Lo que un minuto antes fue un desfile optimista y entusiasta, de
repente se había convertido, como por arte de encantamiento, en satánico
frenesí, en un horrible clamor de rabia contenida teniendo el contrapunto de
las maldiciones y las blasfemias.
Era un espectáculo ciego, furioso, que
germinaba en su seno el rencor y la venganza, y así quedó pespunteada con
sangre y odio en el cañonazo de la Historia
Linense.
La
Casa de Socorros, entonces situada en el número 22 de la calle Isabel La Católica –que era un callejón sin salida- la invadieron los que transportaban
heridos y contusos. Los médicos y enfermos que acudieron al sonar los primeros
disparos, desarrollaron una muy laboriosa de la que difícilmente se olvidarían.
Pasado los primeros instantes, como eco
siniestro del suceso, empezó el rosario de detenciones de militantes obreros.
Las declaraciones y los informes emitidos substanciaron un proceso ruidoso que
epilogó en una estela de condenas que se disolvió en los penales y cárceles de
la Península. Sin embargo, el verdadero justiciero fue el tiempo que
misericordioso con los de arriba y con los de abajo supo quitar oportunamente
la espoleta infernal de los rencores. Y “los
sucesos de La Línea” quedaron grabados en la mente popular como un
acontecimiento que mejor es olvidarlo perdonando de paso a todos los directa e
indirectamente responsables.
Hubo una segunda parte que estuvo a punto
de ser trágica como la primera y fue su natural consecuencia. Entre los
detenidos figuró un vecino de pró, absolutamente ajeno al Centro Obrero de Oficios Varios, pero que siempre estuvo, a lo
largo de su vida, al lado de los débiles, amparando y apoyando sus causas con
su dinero y su periódico, del que era Director-Propietario. El tal vecino
linense se llamaba don Guillermo Sánchez
Cabeza y su periódico “La Crónica”.
La política de vía estrecha, como son todas
las políticas locales, lo hizo sospechoso de haber participado en la algarada
y, en realidad sólo existió como materia discutible su enemistad política con don Juan Bautista Fariñas. Sánchez Cabeza pasó a la cárcel de donde
hubo de salir tan pronto como el buen juicio y la razón se impusieron. No
obstante, don Guillermo, a
consecuencia de una agresión personal derivada de aquellos sucesos perdió un
ojo. La Prensa nacional, con “Blanco y
Negro” a la cabeza, realizó una campaña de simpatías hacia don Guillermo, que le permitió salir
del encierro con más prestigio, si cabe, que tuviera antes de su
encarcelamiento.
¿Responde este relato a la verdad objetiva? ¿Refleja lo
ocurrido, o es tan sólo un somero esbozo del episodio real?
Yo, por mi parte y lamentándolo mucho, no
puedo contestar categóricamente, porque, como indico al principio de la
narración, carezco de elementos informativos de absoluta confianza. Nada más
tuve a mi disposición eso que se llama “tradición
oral”.
Es posible que más adelante, cuando
disponga de mejores medios y haya consultado los archivos de la ciudad, que
ahora no encuentro, vuelva a replantear la exposición del desgraciado episodio
que con el título de “LOS SUCESOS DE LA
LÍNEA” entró en la Historia de nuestra ciudad. Pero, hoy por hoy, no me es
posible hacer otra cosa.
Y, punto final…de momento.
A. Cruz.