¡SE HA ESCAPADO LA LEONA!
-Estampa Linense-
¡Se
ha escapado la leona! ¡Se
ha escapado la leona! Gritaba la gente enloquecida por el pánico
huyendo del Paseo de la Velada que
segundos antes ocupaba feliz y despreocupada.
Bajo las cuatros arcadas de luces de
carburo, apretujados entre vendedores que preguntaban: ¡Agua fresca de de la fuente del
Avellano!, ruletas martingaleras y puestos de joyería fina a 0’25 céntimos la pieza de oro desfilaba
la multitud con paso lento, cansado, sin preocuparse gran cosa de las preciosas
turroneras que les ofrecían las ricas golosinas alicantinas, ni de las tiendas
de abanicos que exponían rumbosas las mejores galas de su artesanía, sino que
más bien parecía buscar un lugar libre donde sentarse para dar descanso a los
atormentados pies.
Los tinglados con pretensiones de casetas,
los cafés y buñolerías se encontraban repletas de gentes sentadas en torno a
los veladores tomando zarzaparrilla con gaseosa de “mebli”, o limonada relativamente
fresca. Dichosos los que podían encontrar una mesa con algunas sillas en “la Austriaca”, o en el Casino de La Línea, o en la caseta del
Ayuntamiento.
El público sudoroso y sofocado por el
pegajoso viento de levante penetraba en todos los rincones y barracas de La
Velada atestando el teatrillo del “Gran
Pope”, parándose ante la barraca del “Hombre que hecha fuego por la boca, come
carbón y bebe petróleo”, el cual se anunciaba con voz gangosa y acento
extranjero pese a ser natural de La
Línea y haber nacido en el Cerro de la Vieja. Un poco más allá
otro espectáculo del mismo jaez atraía a la gente: “La Mujer Barbuda” de adiposa mole, y le seguían “Mister Plunk” el indostánico fakir de
pega que permanecía enterrado sin comer ni beber durante cuarenta días –de las noche u horas de la madrugada no decía nada-, a
continuación la barraca del “Tragasables”,
después la individualista figura del “Tío
de las vistas”, un pobre hombre que llevaba colgado del cuello un mísero
cajón provisto de una lente por el que los pequeñuelos contemplaban en el
interior del armatoste litografías de la batalla
de los Castillejos, el descubrimiento de America la muerte de Pepe-Hillo, el bombardeo de Cataluña y el terremoto de
Lisboa. A continuación se alzaba el “Tiovivo”
con salvajes corceles del oeste Americano que galopan al son de la alegra
música de órgano escoltado por personajes de peluca y casaca al estilo del
siglo XVII o arrancados de la corte del Rey Sol.´
Las
buñolerías no deban abasto para servir los buñuelos a real la docena, ni
atender la bulliciosa clientela de familias enteras que buscaban ansiosas un
refugio donde descansar un rato.
Los circos relumbrantes de luces de carburo
y presididos de orquestas con predominio de trompetas y tambores tragaban
insaciables a la muchedumbre que se repartía bajo los agobiantes toldos
recalentados por el sol de julio, tomando asiento en las empinadas graderías o
en las apretujadas sillas en torno a las pistas.
Por todas partes gritos, voces, pregones
rifando, vendiendo, cantando, teniendo el contrapunto de los estampidos de
cañoncitos inofensivos, el chasquear de látigos, los rugidos de fieras acosadas
por domadores, fogonazos de magnesio y las repiqueteantes campanas de los
teatros anunciando la próxima función. Y, gente, mucha gente, demasiado gente
llegada de todos los pueblos de la comarca, de Gibraltar, incluso de Ceuta y de
Tánger.
La
Línea en aquellos días, recién terminadas las obras del puerto y los diques
de la vecina plaza inglesa, contaba según el censo efectuado a ojo de buen cubero
sus sesenta mil habitantes.
Hacia pocos años que se celebraba la Feria en el
huerto de Pedro Vejer.
Anteriormente se
montaba en la Explanada de Alfonso XIII
y calle Real rematando en la Plaza de la Iglesia. Después la
trasladaron a la Calle del Cuartel
extendiéndose por el parque de la
Victoria y la Banqueta de Poniente.
Hasta que por fin el Ayuntamiento adquirió en propiedad el antiguo huerto de Pedro Vejer que denominó Paseo de la Velada.
Este lugar ha resultado el más indicado
porque está en el centro de la ciudad, tiene buenas calles confluentes y la
Plaza de Toros al final del real de la feria. En los últimos años parece haber
quedado pequeño dado el incremento y la importancia que va tomando la fiesta.
Pero aún puede ampliarse más, basta con extender la techumbre de luces en un
paseo circular en torno a la Plaza de Toros y desviar durante la semana de
feria el tráfico rodado por las calles adyacentes. Hay sitio suficiente para
instalar numerosos barracones y carruseles.
Más volvemos al día en que se escapó la
leona. Entramos en la Velada, formemos parte de la muchedumbre de paseantes.
¡”El
agua diabólica”! ¡Señores, pasen al
interior, conozcan los efectos maravillosos del “agua diabólica”. Por diez
céntimos nada más puede usted ganar un duro, ¡¡un duro, si señor! ¡un duro! Todo
lo que tiene que hacer es meter la mano en la tina del agua y sacar el duro que
no está clavado al recipiente, ¡véanlo!
El pregonero, vestido con un estrafalario atuendo que recuerda a los
alquimistas de la Edad Media, saca la moneda del barreño y lo enseña al
público. Sean más listos que el “agua
diabólica” que no les permitirá llevarse el duro. ¡Inténtelo! Y, desde luego, no faltaban incautos que considerándose
listos metían la mano en la tina pero coger el duro. Un oportuno golpe de
manivela de una magneta oculta comunicaba una descarga eléctrica al agua que
proporcionaba al incauto un calambrazo capaz de achicar al más valiente.
Junto a esta barraca había otra donde por
diez céntimos podía ver todo el mundo la maravilla de las maravillas, el más
asombroso de todos los inventos, la
máquina parlante de Edison. En efecto, en sesión continua se mostraba,
sobre una mesa, un fonógrafo de bocina descomunal, el abuelito de los actuales
tocadiscos, movido por manivela y que gastaba agujas de acero gordas como
clavos.
La riada humana todo lo invadía: puestos de
juguetes, de turrón, de abanicos, de baratijas, los circos, los teatros, las buñolerías
y casetas de baile, los casinos, barracas y bares, los columpios, los “tiovivos”, el tobogán, la noria
monumental. Por todas partes gentes apretadas, sudorosas, cansadas de dar
vueltas por el real de la feria. Las barracas de tiro al blanco a base de
escopetas o pelotas de trapo no tenían suficiente espacio para atender a los
parroquianos. Todo era un cuerpo compacto, una muchedumbre espesa ansiosa de
divertirse.
En uno de esos momentos, una señora que
llevaba a un hijo en brazos se acercó demasiado a la jaula de los leones. La
leona, mansurrona de siempre, sacó en aquella ocasión el brazo por entre los
barrotes arañando al niño en la cara. Al grito que dio la pobre mujer al ver a
su hijo ensangrentado se unió el rugido de la fiera. Y como un disparo a bocajarro
brotó de todos los pechos al terrible grito de ¡Se ha escapado la leona! ¡La
leona! ¡La leona! ¡Se ha escapado la leona! El público del recinto de
las fieras emprendió veloz carrera dominado por el pánico que contagió a los de
fura que, a su vez, gritaban electrizados por el miedo. Y todo el mundo corrió
enloquecido, tirándose de cabeza a través de las endebles lonas de las
barracas, arrollando los veladores con
los servicios, tumbado los tenderetes y puestos, derramando por los suelos las mercancías,
atropellando cuanto encontraba delante, pisando a los caídos, rompiendo mesas y
sillas. Por las calles confluentes la riada adquirió magnitud de torrente que
eliminaba cuanto encontraba a su paso, destruyendo los puestos de turrón,
tumbando carromatos, hundiendo o aplastando las casetas, tirando postes y esparciendo
por los suelos miles de objetos que nadie trataba de recoger, abandonando a su
suerte a los que caían presa de convulsiones o ataques de nervio ya fuesen
niños, ancianos o mujeres.
Pasado los primeros instantes de pánico se
produjo una extraña clama silenciosa teniendo por fondo el llanto desesperado
de algún pequeño abandonado, o los gritos enronquecidos de alguna pobre mujer
que había perdido a la familia y la llamaba co acento de loca. Poco a poco el
ambiente fue llenándose de voces pidiendo socorro, de llantos mal sofocados, de
maldiciones y blasfemias.
Y como ocurre siempre, una vez que se
convencieron que todo había sido producto de una falsa alarma, una jugarreta
del diablo, que la leona no se había escapado, que permanecía tranquila en su
jaula, los más osados alardearon de valor socorrieron a los caídos, ayudaron a
las mujeres y hasta con un poco de chunga
pregonaron zapatos, bolsos,
sombreros, conforme los recogían del suelo.
En aquel momento la feria presentaba un
desastroso aspecto, de ruina, algo así como si hubiese sufrido los efectos de
un ciclón americano.
Poco a poco fueron acudiendo los guardias
municipales, los camilleros de la de la
Cruz Roja, la Guardia Civil y autoridades. Se organizaron puestos de
socorro y durante horas atendieron a los pobres desgraciados que padecían
magullamientos o heridas.
¿Ocurrió
el desastre tal como lo he descrito? ¿Cuál fue la realidad? ¿Se escapó la
leona? O ¿Solo fue una falsa alarma y una explosión de pánico? De todo
hubo. La verdad y la fantasía se han mezclado una vez más. Lo cierto es que la
estampía se produjo más o menos como se ha descrito, que la leona no se escapó,
que permaneció en la jaula con gandulera apatía ajena a la catástrofe producida
a su alrededor, que la mujer llevando al niño en brazos no se acercó a la jaula
porque tal mujer no existió jamás.
Cotejando mis notas del suceso puedo
establecer aproximándome mucho a la verdad lo siguiente…
Pero empecemos por el principio. El final
de la calle del Clavel en su
desembocadura a la explanada era estrecha y formaba un ángulo recto. Este trozo
de calle se ensanchaba conforme avanzaba hasta las calles del Sol y del Águila
con las que hacía esquinas. El primer establecimiento, que participaba de la
Explanada y de la calle Clavel era “El
conejo”, un despacho de bebidas, le seguía una tienda de objetos de metal: velones, plancheros, peroles, tenazas,
etc. Todo muy reluciente. Por la misma fachada seguían otras tiendas en las que
predominaban las freidurias, terminando en la pañería de Cascales
esquina a la calle del Sol. Enfrente, partiendo de la esquina de la del Águila se encontraba la bodega de los Ramírez a la que
continuaban otras tiendecillas, fondas freidurías y casa de comida de humilde
categoría, hasta terminar desembocando en la
Explanada. Una de estas casas de comida y freiduría, que daba frente al
establecimiento de Cascales era
conocida por la fonda de “Las nieves”.
No era ese precisamente su título, puesto que no lo tuvo nunca, sino que así la
designaban porque su propietario trabajó en su mocedad en una fábrica de hielos
y de ahí le vino el apodo que más tarde heredó la fonda. Paraban en este
establecimiento el personal empleado del circo, no sé si el director también.
El nieto del propietario de la freiduría, Antoñito Vázquez Macia, que apodaron
hasta su muerte “el niño de la leona”,
servía a los parroquianos, bromeaba con ellos y gozaba oyendo los comentarios
de los sirvientes del circo. Pero lo que más encantaba al pequeño era lo
relacionado con las fieras, deshaciéndose en preguntas sobre los elefantes, los
osos, los monos y sobre todo de los leones.
El día del suceso, Antoñito con toda la familia, estrenó un traje nuevo y así, de gran
gala, se fueron al estudio fotográfico donde posaron en un grupo. Después
marcharon a dar una vuelta por la feria a pesar de ser media tarde. Regresaron
a la fonda antes de la hora de la comida para atender a los clientes habituales
y al aluvión de forasteros.
Terminado el trajín y recogidos los servicios
se le ocurrió a Antoñito llevar a
los leones el sobrante de las comidas. Entró en el departamento de las fieras
sin llamar la atención por ser conocido de los porteros y guardianes. Frente a
la jaula de los leones abrió el paquete y su dispuso a echar parte del
contenido en el interior de la jaula. La fiera más cercana a los barrotes sacó
el brazo arañando al niño en la cara, pecho y brazo al tiempo que lanzaba un
espantoso rugido. Los que vieron la escena gritaron a su vez y se alejaron
corriendo mientras que los empleados del circo acudían veloces a retirar el
niño que chorreando sangre lloraba al pie de la jaula.
Bastó un segundo para que se produjese la
confusión más espantosa. ¡La leona! ¡La
leona! Gritaba la gente en su huida. Grito que el pánico convirtió en ¡Se ha escapado la leona! ¡se ha escapado la
leona!
Llevaron al imprudente chaval a su casa. Su
padre no consintió que lo trasladaran a la Casa de Socorro. Lavaron al pequeño
con agua sublimada para evitar la posible infección que no llegó a producirse.
Bastó aquella cura para que el daño no pasase de unas cicatrices que Antoñito ostentaría orgulloso hasta el
momento de su muerte muchos años después.
El director del Circo fue de los primeros
que acudieron a la fonda. Puso a disposición
de la atribulada familia de Antoñito toda su ayuda y recursos, prometiendo
hacer frente a todos los gastos que se ocasionasen e indemnizar al pequeño. Pero
el padre del chaval, informado por su hijo y comprendiendo que toda la culpa
era del niño, rehusó la ayuda que cordialmente se le ofrecía.
Y así terminó el suceso conocido por “CUANDO SE ESCAPO LA LEONA”.
¿Ocurrió de esta
forma? Por mi parte, yo creo sinceramente que así
sucedió. Las personas que protagonizaron el caso –familiares y testigos-
coinciden en sus declaraciones, salvo en algunos detalles que no modifican en
nada el conjunto. El punto donde más discrepan es en el año en que tuvo lugar
el desastre, mientras que unos dicen que fue en el 1911 otros aseguran que fue en el 1913, y no faltan los que opinan que ocurrió en el 1914. También hay los que no se
acuerdan en absoluto del año en cuestión cosa que se comprende porque a los
setenta años la memoria suele fallar con frecuencia.
Y por último. El recuerdo de aquella noche
de pesadilla todavía permanece en la mente de los viejos que, además del miedo,
recuerda la trilla canarvalera con
que despiadadamente se mofaba de sí mismo. Que empezaba así:
Este
año por feria
Estamos asustaos
Cuando decía la gente
Que
la leona se había escapao…
Y, colorín
colorado…
A.
Cruz.