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lunes, 24 de febrero de 2014

El Niño de la Burras

Capítulo 78

Desde el momento en que el atribulado Adán escuchó la sentencia que le condenaba a ganar el pan con el sudor de la frente, hasta los tiempos actuales, el pobre rey de la creación, ha trabajado y sudado en todos los instantes de su vida y en las formas más penosas. Unas veces por propio interés acicalado por las necesidades y, otras como esclavo o prisionero al servicio de los amos o de los vencedores. El trabajo placentero y fácil no apareció hasta la era moderna, es un producto de la civilización tendente a suavizar la maldición de Jehová.

Sin embargo, en todos los tiempos, ayer, hoy, y siempre, existió el “vivo” que respondió chulescamente a la sentencia bíblica con un “Que te crees tu eso” y dándose maña para no trabajar, para escapar de esa ley natural convirtiéndose en un parásito de la comunidad social, y que dicho sea de paso, los otros, los virtuosos del deber, miran con envidia, que eso es también ley natural.

Los vagos suelen presentarse de diferentes maneras y con infinidad de trucos perfectamente ambientados al medio en que viven. En unas ocasiones se titulan representantes de ésta o aquella empresa imaginaria; en otras como descendientes de tales o cuales títulos de nobleza; o como inventores de la panacea universal en forma de ecuación social o económica que resolverá todos los conflictos o problemas de la Humanidad. En fin, la inventiva de estos sujetos es tan amplia, abarca tantas facetas, que dudo pueda existir alguien capaz de enumerarlas y catalogarlas.

Así es que yéndome directo al tema local presentaré al contrabandista. El contrabandista es un tipo que tiende a desaparecer de nuestro marco local y que por su singularidad tuvo cierta importancia en el Campo de Gibraltar, incluso en la Baja Andalucía.

Todas las fronteras del mundo son semilleros de gentes que se preocupan de ganar dinero fácilmente sin trabajar y la frontera linense no podía dejar de producir a esta clase de rémoras, aun cuando en mucho menor escala de la que le atribuye la leyenda negra.

Aquí también se dio el tipo de contrabandista perrero, el que fajaba con una canana o chalecos llenos de tabaco en Gibraltar a los perros que aprovechando la oscuridad de la noche transportaba en botes hasta cerca de las playas y los tiraba al agua. Los animalitos nadaban hacia tierra y tan pronto como tocaba en firme emprendían veloz carrera en dirección a la casa del propietario, donde éste los esperaba tranquilamente, les quitaba la carga y les daba de comer. La conducta de los perros era bien sencilla; huir de los carabineros y presentarse en casa del amo para que los librara de la carga y les diera de comer.

Mas para llegar a este estado de cosas era preciso someter antes al pobre animal a un duro ejercicio en el que ganaba algun que otro estacazo. Consistía el tal entrenamiento en cargar al perro con una canana que se enrollaba alrededor del cuerpo. Un hombre del trajin, vestido a la usanza de los carabineros llamaba al pobre can para librarlo de la carga; el perro acudía dócilmente y cuando esperaba ayuda recibía un buen estacazo del presunto carabinero. El castigado animal corría aullando de dolor en busca del dueño que le quitaba la carga., lo acariciaba y le daba de comer. El perro escarmentado aprendía pronto que todo hombre vestido de uniforme verdoso era un enemigo al que había que eludir. Una vez adquirida la experiencia necesaria los lanzaban al trajin, y en numerosas ocasiones pagaban con la vida el servicio prestado al parásito propietario, porque las balas de los fusiles de los carabineros son más veloces que los infortunados animalitos. Los contrabandistas perreros existen en todas las fronteras del planeta.

En cambio, en nuestra frontera se dio la única especie que a mi juicio no tuvo semejante en otros lugares. Nació aquí y aquí murió víctima de un carabinero que tuvo la ocurrencia de desbaratarlo. Esta planta llegó a conocerse en La Línea con el nombre de “El Niño de las burras”. Es justo reconocer que durante su breve existencia contrabandeó a gusto, ganó dinero fácilmente y no trabajó.

Consistía el modus vivendi de nuestro “Niño” en lo siguiente. Primero se dedicó a comprar burras –los burros no le servían- que dedicaba a acarrear cal procedente de las caleras de Gibraltar que, después vendía muy barata o regalaba, en La Línea. Las cargas transportadas eran chicas, apenas justificaban las molestias del viaje. No obstante nuestro jovencito pasaba la frontera dos veces al día conduciendo una reata de cinco o seis burras. Al llegar a la Aduana de regreso de Gibraltar, tanto él como las bestias sufrían un concienzudo registro que nunca dio resultado. Levantaban los arreos, vaciaban las cargas, pinchaban las cinchas, etc. Y nada, allí no se descubría nada porque nada había.

Un día, un carabinero al que se le quedó para mientras viva el apodo de “doña Eufrasia” nombre de una partera de la localidad, vio que del órgano genital de una burra asomaba la punta de una cinta. Tiró de ella encontrando resistencia que le llamó la atención. El animal al sentir que manipulaban en esa parte de su cuerpo se abrió de patas para facilitar la operación del parto. Y ante el asombro de todos los presentes la burra, ayudada por el carabinero, dio a luz una especie de saco entre largo, algo así como una funda o vaina que contenía dentro una libra de tabaco de picadura en paquetillos prensados de dos onzas. Coreado por las risas y las bromas de los testigos el carabinero partió felizmente la recua entera, pues todos los animales estaban encinta, ganándose con el sudor de su frente el humorístico mote de “partero” o “doña Eufrasia”.

Durante muchos días, incluso meses, el alijo fue la comidilla de todas las tertulias y posteriormente sirvió de jocoso tema a la musa de las comparsas carnavaleras, hasta que el tiempo borró de la memoria de la gente el episodio conocido por el del “Niño de las burras”.



                                                               Antonio Cruz.