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lunes, 10 de febrero de 2014

Los Sombreros de Pinto


Capítulo 75



LOS SOMBREROS DE PINTO



Existió en la calle real una sombrerería propiedad de don José Pinto. Era éste un hombre campechano, muy trabajador y muy competente en su negocio y, también, muy dado a las bromas. Se reunía con amigos del mismo jaez, los cuales se jactaban de ser especialistas en bromas, desde luego bromas de buen gusto, según ellos, lo que a veces no coincidía con la opinión del embromado. Pero, en fin, eran una pesadilla de alegres amigotes que procuraban pasarlo bien quitándole tristezas a la vida.

Un día, entre la una y las cuatro de la tarde, se repartieron por la ciudad una octavilla impresa que decía poco más o menos lo que sigue:

 “GANE DINERO DESPRENDIENDOSE DE SU SOMBRERO VIEJO DE PAJA. EN LA SOMBRERERÍA DE PINTO, EN CALLE REAL, SE COMPRAN TODA CLASE DE SOMBREROS DE PAJA. PINTO PAGA BIEN LOS SOMBREROS INSERVIBLES O ROTOS. NO ESPERE A MAÑANA, APROVECHE LA OCASIÓN QUE SOLO ES POR UN DÍA PARA DESPRENDERSE DE SU SOMBRERO VIEJO Y GANAR DINERO. NO OLVIDE: SOMBRERERÍA DE DON JOSÉ PINTO EN CALLE REAL”

En aquella época estuvo de moda el sombrero de paja, los jipis y las galletas; todo el mundo los usaba, y abundaban también los sombreros de pleita que, actualmente solo se ven en las romerías y en las fotografías de la siega.

Así es que el tal anuncio cayó estupendamente entre el público que ingenuamente tragó su parte del anzuelo bromístico, y, en efecto, sin perdida de tiempo acudió al reclamo. El público formó colas a la puerta del establecimiento, viéndose centenares de sombreros tan viejos y deteriorados que hasta las cabras más hambrientas despreciarían. Una cola venia como de la calle San Pablo, la otra de la calle La Rosa convergiendo en la sombrerería.

Cuando Pinto entró en la calle Real y vio tan extraña gente portando sombreros viejos le acometió un acceso de risa, de esa risa franca y sonora que le era tan peculiar. Se dirigió a un colista para indagar la razón de aquello y, al ver que la tropa paraba en la puerta de su casa, no esperó la respuesta. De un salto, quizá el más grande que diera en su vida, se plantó en mitad de la puerta chillando más que preguntando:

-¡Que pasa! ¡Que pasa! ¡Vamos a ver, que es esto!
- pos, mire usté, lo que está a la vista no necesita anteojos.
-¡Venga, yo quiero saber por que están ustedes en mi puerta!
- Ah, usté es el señó Pinto; po aquí estamos pa venderle los sombreros
-¡Yo no compro sombreros, los vendo!
-¿Cómo que no? ¿Entonces que es esto?- contestole uno mientras le enseñaba la octavilla causante de todo.

Allí fue Troya. Gritos, amenazas, insultos, respuestas coléricas y algunos empujones dados con los nervios desbridados. La bronca crecía y allí nadie se entendía; todos hablaban al mismo tiempo y nadie estaba dispuesto a ceder en la contienda, y quien más chillaba mejor se imponía con sus propias razones. En una palabra, aquello era “la caraba”

 Intervino un guardia municipal, que casualmente pasaba por allí, imponiendo, o tratando de imponer el orden. Y, al fin, la gente, poco a poco inició la retirada comentando el chasco y tomándolo a broma, lo cual se generalizó en un pitorreo mayúsculo.

A cierta distancia del lugar del episodio, un grupo de “inocentes” observaban muerto de risa el desarrollo del acontecimiento. Los comentarios jocosos y los “truenos” del señor Pinto duraron aún cierto tiempo, hasta que el embromado, olvidando el mal rato, unió sus carcajadas a las del grupo de “inocentes”.


                                                           A. Cruz