Capítulo 75
LOS SOMBREROS DE
PINTO
Existió en la calle real una sombrerería propiedad de don José Pinto.
Era éste un hombre campechano, muy trabajador y muy competente en su negocio y,
también, muy dado a las bromas. Se reunía con amigos del mismo jaez, los cuales
se jactaban de ser especialistas en bromas, desde luego bromas de buen gusto,
según ellos, lo que a veces no coincidía con la opinión del embromado. Pero, en
fin, eran una pesadilla de alegres amigotes que procuraban pasarlo bien
quitándole tristezas a la vida.
Un
día, entre la una y las cuatro de la tarde, se repartieron por la ciudad una octavilla
impresa que decía poco más o menos lo que sigue:
“GANE
DINERO DESPRENDIENDOSE DE SU SOMBRERO VIEJO DE PAJA. EN LA SOMBRERERÍA DE
PINTO, EN CALLE REAL, SE COMPRAN TODA CLASE DE SOMBREROS DE PAJA. PINTO PAGA
BIEN LOS SOMBREROS INSERVIBLES O ROTOS. NO ESPERE A MAÑANA, APROVECHE LA
OCASIÓN QUE SOLO ES POR UN DÍA PARA DESPRENDERSE DE SU SOMBRERO VIEJO Y GANAR
DINERO. NO OLVIDE: SOMBRERERÍA DE DON JOSÉ PINTO EN CALLE REAL”
En
aquella época estuvo de moda el sombrero de paja, los jipis y las galletas;
todo el mundo los usaba, y abundaban también los sombreros de pleita que,
actualmente solo se ven en las romerías y en las fotografías de la siega.
Así
es que el tal anuncio cayó estupendamente entre el público que ingenuamente
tragó su parte del anzuelo bromístico, y, en efecto, sin perdida de tiempo
acudió al reclamo. El público formó colas a la puerta del establecimiento, viéndose
centenares de sombreros tan viejos y deteriorados que hasta las cabras más
hambrientas despreciarían. Una cola venia como de la calle San Pablo, la otra
de la calle La Rosa convergiendo en la sombrerería.
Cuando Pinto entró en la calle Real y vio tan extraña gente portando
sombreros viejos le acometió un acceso de risa, de esa risa franca y sonora que
le era tan peculiar. Se dirigió a un colista para indagar la razón de aquello
y, al ver que la tropa paraba en la puerta de su casa, no esperó la respuesta.
De un salto, quizá el más grande que diera en su vida, se plantó en mitad de la
puerta chillando más que preguntando:
-¡Que pasa! ¡Que pasa! ¡Vamos a ver, que es
esto!
- pos, mire usté, lo que está a la vista no
necesita anteojos.
-¡Venga, yo quiero saber por que están ustedes
en mi puerta!
- Ah, usté es el señó Pinto; po aquí estamos
pa venderle los sombreros
-¡Yo no compro sombreros, los vendo!
-¿Cómo que no? ¿Entonces que es esto?-
contestole uno mientras le enseñaba la octavilla causante de todo.
Allí
fue Troya. Gritos, amenazas, insultos, respuestas coléricas y algunos empujones
dados con los nervios desbridados. La bronca crecía y allí nadie se entendía;
todos hablaban al mismo tiempo y nadie estaba dispuesto a ceder en la
contienda, y quien más chillaba mejor se imponía con sus propias razones. En
una palabra, aquello era “la caraba”
Intervino un guardia municipal, que casualmente pasaba por allí,
imponiendo, o tratando de imponer el orden. Y, al fin, la gente, poco a poco
inició la retirada comentando el chasco y tomándolo a broma, lo cual se
generalizó en un pitorreo mayúsculo.
A
cierta distancia del lugar del episodio, un grupo de “inocentes” observaban
muerto de risa el desarrollo del acontecimiento. Los comentarios jocosos y los
“truenos” del señor Pinto duraron aún cierto tiempo, hasta que el embromado,
olvidando el mal rato, unió sus carcajadas a las del grupo de “inocentes”.
A. Cruz