Capítulo 22
CUERNOS
Con un bastón de
“primera”
un revolver y una faca
me armé a las tres de
la tarde
y me dirigí a la plaza.
Tuve que tomar un
coche,
pues mis piernas se
negaban
a sostenerme, del
miedo
horrible que me
embargaba.
Entré en el circo taurino
y me escondí en una
valla
temiendo que algún
valiente
de esos que me
amenazaban
fuera entonces a
buscarme
para cumplir su amenaza.
Intenté tomar
apuntes
y no pude escribir
nada;
el lápiz se me caía,
la vista se me nublaba
y por tirar la colilla
tiré el sombrero a la
plaza.
¡Qué momentos tan
terribles!
¿Qué aguardarán,
me pensaba,
Que no vienen a
pegarme
esos valientes de marras?
¿Si se habrán
arrepentido?
¿les habré inspirado
lástima?
En estas
cavilaciones
me sorprendió la
algazara
que el público promovía
en señal de que
empezaba
con los saludos de
rúbrica
la taurómaca
ensalada.
Me acomodé en mi asiento, levanté un poco
la cabeza, tomé una caña de manzanilla, y. algo reanimado con esto, me atreví a
tender una mirada sobre el numeroso público que asistía a la función.
Había, mezclados en artística confusión,
muchos hombres guapísimos y elegantísimos con bigotes hasta allí y pantalones
rayados, hasta allá.
Todos respiraban poesía hasta por la solapa
del chaleco.
¡Cuánta alegría! ¡Qué sombreros hongos y de
paja, y qué calcetines tan interesantes!
Del las numerosísimas y encantadoras
mujeres, que eran el alma de la poética fiesta nacional española, no dijo nada
porque si las alabo cual se merecen, hay “hombres” que se escandalizan por ello
y me lo critican luego.
Al frente de la cuadrilla marchaba,
luciendo su peculiar esbeltez, Don Joselito, importantísimo enano y conocido
comerciante de Gibraltar quien en los ratos que le deja libre la “calentita” se
dedica al cultivo de los cuernos, o sea, al toreo.
Detrás de los diestros iban dos chisteras,
dos levitas, dos pares de patillas de pelo natural y un antiguo y acreditado
catre de tijeras.
A medida que la cuadrilla se aproximaba
fuimos notando, con sorpresa, que bajo los sombreros de copa y envueltos entre
las levitas y los pelos venían dos individuos que, según nos manifestó un
espectador inteligente, eran dos sabios doctores especialistas en eso de
“cogidas”.
Uno de ellos curó en cierta ocasión a
Costillares unos dolores de vientre terribles, que el célebre diestro padecía
cada vez que comía boquerones fritos.
Cambiando el satén por el percal (esto del
percal no es alusión a nadie, ¿eh?) diose permiso para salir al …
PRIMERO. Color de hábito del Carmen, con
volantes negros y cuernos bastante hipócritas.
Los piqueros quisieron entrar en
conversación con él pero no lo consiguieron por “mor” del idioma que no pudo
ser comprendido por el bicho.
Le adornaron los chicos con cinco medios
pares estilo Brillat-Savarin y pasó a habérselas con mi amigo Antonio Corrales
que actuaba de primer estoque,
Quién después de
varios pases
dados en la misma cara
echó a rodar al
becerro
de solo media
estocada.
¡Estuvo V. superior, compañero! Palmas,
música, sombreros y cigarros. Uno de los dos doctores arroja por alto la
sombrerera que al caer majestuosamente por poco mata a un mono sabio.
SEGUNDO.
Color de alcachofa rellena, con ribetes de manteca blanca.
Para vengar la muerte de su hermano contra
el primer espada arremetió, haciéndole pegar un batacazo… de “mistó”
Hizo varias veces por los pencos, pero
¡como si no!
Le pusieron tres palos.
El joven Rodríguez que antes había salido a
pedir la llave y que se quedó luego a pié presenciando la lidia, fue casi
cogido por el bicho, librándose milagrosamente gracias a unas espuelas de
verdad que llevaba puestas.
Tocan a matar y el segundo espada, cuyo
nombre siento no recordar, brinde a y propina al enano, digo, al becerro, un
puñado de pases y después de cinco pinchazos descabella a la primera.
Palmas.
TERCERO.
De pelo de cabra celeste, con hilos de plata.
Lo torearon al alimón, bien el señor
Corrales y otro.
La caballería incólume. Un banderillero que
tampoco sé su nombre clava un par superior. Otro banderillero que tampoco ídem,
medio.
El señor enano pega al becerro dos papeles
de a dos, con pimienta.
Citando, se le cayó la batea y la cuchilla.
Y allá va otra vez
Corrales
con la espada y la
muleta,
dispuesto a matar al
bicho
de la primera
estocada.
Propina varios pases anarquistas y después
de dos petardos descabella de primera intención.
CUARTO.
Color de galápago aburrido, cuernos sobrepuestos, un poco metido en carnes y
muy bien hablado.
En sus jamelgos de tallado
roble
continúan ufanos los
piqueros,
con donaire gentil al par que
noble,
exhibiendo sus cuerpos
sandungueros.
Y un amigo que decía:
-Deben estar aburridos,
pues todavía, ninguno ha
llevado un batacazo.
Cuelgan al animalito tres medios pares de
calcetines y cambian la suerte.
Un banderillero, el señor Espinosa,
solicita permiso para matar; se lo conceden y pronuncia el siguiente brindis:
Brindo por La Presidencia;
por “toas” las niñas bonitas,
por la gente de mi tierra
y la buena manzanilla.
Se dirige al becerro, y apenas dio dos o
tres pases, se llenó el ruedo de gente, siéndole imposible continuar la faena.
La corrida muy lucida,
el público complacido,
en fin, que fue una corrida
de padre y muy señor “mido”.
No me ha sido posible,
y lo lamento,
el recordar los nombres
de los toreros.
Pues a la entrada
se quedaron dos socios
con el programa.
En medio de aquel desbarajuste no sé ni
como murió el animalito.
Creo que asfixiado.
Salí de la plaza con el alma en un hilo y
el cuerpo en una madeja.
¡Pícaro miedo!
¡Y eso que no hubo ningún valiente que me
dijese nada!
Si no, me desmayo, seguro.
Reciba la Sociedad organizadora de la
corrida, la expresión de mi agradecimiento por la atenta invitación con que se
sirvió honrarme al par que mi enhorabuena por el lisonjero éxito alcanzado.
E. Gómez de la
Mata. 29, agosto, 1893.